Domingo XII del tiempo ordinario (C)

Amados hermanos, en el Señor:

Es tarea difícil llegar a conocer perfectamente a una persona; hasta el punto de poder afirmar que nunca conocemos del todo a nadie. Vamos progresando en el conocimiento de los demás, si mantenemos con ellos un trato constante y atento, y únicamente cuando aquel trato va acompañado del amor por aquella persona, profundizamos en su conocimiento a proporción del amor y la comunión que mantenemos con ella.

Conocer a Jesús es la aspiración más sublime y necesaria que nos podemos proponer, y la tarea es de tal envergadura, que nos ocupará toda la vida, sin que consigamos llegar a la meta. Podemos recoger opiniones sobre Jesús como lo hacían los apóstoles. ¿Quién dice la gente que soy yo?, les preguntó un día Jesús. Y ellos confesaron las opiniones que habían escuchado de la gente: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. También hoy encontraríamos diferentes opiniones sobre Jesús, pero, de poco nos servirían, como no les sirvieron a los apóstoles las de sus contemporáneos. Por esto es necesario que nos formemos nuestra personal opinión como lo hicieron ellos, puesto que al preguntarles Jesús: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, Pedro, hablando en nombre de todos, dijo: El Mesías de Dios.

Como ellos, nosotros conoceremos a Jesús por el trato diario, escuchando su palabra, leyendo su evangelio, estando en la intimidad de la oración, en la práctica de la comunión eucarística, en la fidelidad del seguimiento, en la fe y la esperanza depositadas en él.

Y, lo que es más importante: cuando hemos comenzado a conocerle y nos movemos con el deseo de profundizar en su conocimiento, Jesús mismo se revela y se da a conocer más y mejor. A los apóstoles les reveló su futuro. Les dijo: El hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Aquellas palabras fueron una verdadera revelación sobre lo que le había de pasar en el futuro y sobre su misión de redentor de la humanidad. Jamás lo habrían descubierto por sí solos, y después de los hechos se habrían sentido todavía más desorientados.

También como a los apóstoles, el Espíritu de Dios nos da a conocer interiormente el misterio de Jesús, cuando él lo dispone y nosotros estamos preparados. Es bello el pasaje de Zacarías, de la primera lectura: Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito.

En el mismo fragmento del evangelio de hoy, al ver Jesús que han progresado en su conocimiento, les plantea el compromiso que conlleva hacerse su discípulo, diciéndoles: El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con la cruz de cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa la salvará. De acuerdo con San Pablo, por el bautismo y la fe nos hemos unido a Jesús y nos hemos revestido de su estilo de vida; por ello, nuestra situación de creyentes y bautizados nos facilita el conocimiento de Jesús y su seguimiento, si nos mantenemos despiertos y en actitud de oración y espera, para hacer posible que se nos manifieste, y para que seamos de verdad, ahora y siempre, herederos de las promesas.