Hermanos, en el Señor:
La Iglesia nos propone anualmente en su Liturgia un recorrido por el Misterio íntegro de Cristo, con el propósito de ayudarnos a seguir un proceso de crecimiento, por la contemplación de la obra salvadora de Jesús y la asimilación de su palabra. En este marco litúrgico es donde recibimos sacramentalmente la gracia de Dios como lluvia fina que fertiliza nuestra fe, purifica nuestra caridad y la hace exuberante en buenas obras. El cristiano que, con sencillez, con espíritu de oración y suficiente interés, sigue durante el año la Liturgia de la Iglesia, se siente reconfortado y estimulado en el camino hacia Dios y experimenta en sí mismo el crecimiento de la pequeña semilla del Reino de los cielos.
He querido presentar esta breve introducción, al comenzar hoy un nuevo año litúrgico con el primer domingo de Adviento, del llamado Ciclo C/, en el cual contemplaremos el mismo Misterio de Cristo, sirviéndonos de lecturas bíblicas diferentes a las usadas los anteriores años A y B; y de un nuevo bloque de oraciones, con el fin de que nuestra instrucción cristiana sea completa, y los formularios de plegaria renovados; y así, la frescura de la novedad nos libre de la rutina.
La palabra Adviento indica el tiempo litúrgico en el que hoy entramos, y significa tiempo de preparación y de esperanza. La esperanza forma parte esencial de nuestra vida: esperamos llegar a mayores, acabar los estudios, encontrar un puesto de trabajo, tomar estado de vida. Esperamos la primavera, el tiempo de vacaciones, el tiempo de cosecha; esperamos superar aquella crisis; esperamos…la jubilación. Pero más allá de estas esperanzas -digamos externas y temporales- vivimos una esperanza más fundamental: la de descubrir el sentido pleno de la vida, la de encontrar nuestra identidad profunda, la de perder el miedo al futuro desconocido, la de sabernos plenamente perdonados, la de sentirnos infinitamente amados por Dios. Mantenemos viva, por fin, la esperanza de la vida eterna.
Son todas estas esperanzas las que el Adviento quiere recoger; puesto que, durante este tiempo, recordamos de una manera insistente las promesas de salvación que, desde antiguo, ha hecho Dios a su pueblo. Hoy mismo, hemos escuchado esto: Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos.
Dios ha prometido, y después, cumple sus promesas; cosa que es para nosotros un firme motivo de esperanza, pero es también un fuerte estímulo; no sea que se nos diera en vano la gracia de Dios. ¿Cómo podríamos esperar el crecimiento y el fruto si, cuando la simiente es depositada en la tierra, ésta fuera un erial duro como la roca, o lleno de maleza. Por ello, nos conviene vivir atentos y vigilantes, hemos de trabajar nuestra parcela purificando nuestra intenciones y promoviendo deseos sinceros de bienes superiores. Hemos de arrancar el deseo exagerado de valores temporales, sensibles, efímeros.
En el interior de nuestro corazón, en lo más recóndito de nosotros mismos es donde se hace realidad la venida del Señor. El Señor vendrá ciertamente, pero, ¿nos hallará en casa? ¿Podrá establecer contacto afectivo con nosotros? Si vivimos superficialmente en el exterior, si no acostumbramos a estar en casa, en nuestro interior; si no oramos, ni guardamos silencio, ni hacemos lecturas que nos despierten y promocionen, el Señor, cuando venga, tendrá que pasar de largo. He aquí la actualidad perenne del Adviento: El Señor que viene y nosotros que le recibimos cada vez con una intensidad y un amor nuevos.