Domingo III de Pascua (B)

Amigos míos en el Señor:

Nuestras raíces vitales están hincadas en la tierra con tanta fuerza que se nos torna difícil aspirar a las cosas celestiales. Nacemos en la carne, y el ambiente en que nos movemos es material en primer plano y, aunque tenemos también espíritu, éste permanece como escondido, como defendiéndose de un ambiente hostil, resultando de este modo que no es visible a nuestra mirada ni accesible al sentido o la imaginación. Además, la información recibida por el espíritu llega exclusivamente a él a través del cuerpo, que es materia; y sus actuaciones se hacen realidad mediante los sentidos y los miembros corporales. Solamente la observación interior iluminada por la razón y potenciada por la fe, nos da la clave para conectar con el espíritu y con las cosas celestiales.

No es de extrañar, por tanto, que los apóstoles tuviesen tantas dificultades para aceptar la resurrección y reconocer al Resucitado. Debido a ello, Jesús condesciende a dar a sus amigos toda clase de pruebas, como hemos escuchado en el evangelio: Se presenta Jesús en medio de ellos y les dice «Paz a vosotros… ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Dicho esto les mostró las manos y los pies.

Después les instruyó para que entendiesen el sentido de todo lo que había pasado: Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así estaba escrito: El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día… y vosotros seréis testigos de esto».

Ahí está, hermanos el fundamento de nuestra fe. Aquellos hombres creyeron firmemente y empezaron a cumplir su misión: En aquellos días, Pedro dijo a la gente: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús…Dios lo ha resucitado de entre los muertos, y nosotros somos testigos».

La predicación de los apóstoles daba coraje y confianza a los primeros creyentes, recordándoles que si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Exhortaban con gran fervor a sus oyentes a creer en Jesús resucitado y a iniciar un nuevo estilo de vida, en imitación del comportamiento de Jesús. El camino a seguir era el cumplimiento de los mandamientos, hasta llegar al perfecto amor de Dios.

Éste debe ser también nuestro camino: interesarnos vivamente por el conocimiento y amor de Jesús. Aquel conocimiento nos iluminará el camino y nos preparará para buscar a Dios como objetivo básico y primordial de nuestra vida. Para ir a Dios, el camino es Jesús. Cuando hemos entendido y asumido esta verdad, nace en nosotros el amor y, con el amor, el deseo de ir al Padre. Si amamos a Dios y deseamos ir a él las dificultades pierden fuerza y el camino de los mandamientos se vuelve razonable e incluso placentero.