Amados hermanos:
Volvamos al diálogo entre Pilato y Jesús. Preguntó el gobernador: -¿Eres tú el rey de los judíos. Jesús contestó: (…) -Mi reino no es de este mundo. Dijo Pilato: -Con que, ¿tú eres rey? Jesús contestó: -Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad.
Por su parte, el profeta Daniel escribió: Vi venir sobre las nubes del cielo como un hijo de hombre, (…) le dieron poder real y dominio. (…) Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Y en el libro del Apocalipsis leemos: Jesucristo es el testimonio fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino. (…) Mirad: Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá (…) Dice el Señor Dios: ‘ Yo soy Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso’.
Por eso, hoy llevamos la mirada puesta en Jesús, el Hijo de Dios, el hombre de nuestra raza elevado a categoría divina. Él es el Mesías que el Padre nos ha dado como Salvador. No hay otro nombre en virtud del cual podamos ser salvos fuera del nombre de Jesús, porque él es el resumen de la creación; es la culminación y el coronamiento feliz de toda la obra de Dios; es la demostración evidente del amor que nos tiene el Padre; el que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre.
Es saludable para nosotros reflexionar sobre este misterio de salvación en nuestros días en que, muchos hombres, enloquecidos por la vanidad y la confianza en las fuerzas humanas, han caído en la ilusión fanática y mentirosa de otros salvadores; y cuando falsos mesías se van proclamando aquí y allá los salvadores del mundo, como lo hacen: la política, el sindicalismo, la ciencia, la técnica, la electrónica, la máquina, el dinero, el libertinaje, el anhelo frenético de poder y de placer. Estos y otros espejismos, a quienes se atribuyen poderes y perspectivas más allá de su función temporal y terrenal, son proclamados salvadores de los hombres y adorados como tales por buena parte de la humanidad.
La realeza única de Jesús, que en la fiesta de hoy celebramos, nos brinda la ocasión para darnos cuenta de que todos aquellos ídolos caerán -algunos lo hacen ya estrepitosamente- y arrastrarán con ellos a sus adoradores, que se lamentarán -demasiado tarde- de su necedad.
Es también una oportunidad para hacer cisco nuestras vanidades sin fundament, y dar paso a la sensatez suficiente para dejar que Jesús entre en nuestra vida y sea de veras nuestro Rey, a quien todos los pueblos, tribus y lenguas tributarán homenaje, porque su soberanía es eterna y su realeza nunca declinará.
Permitamos a nuestro corazón que se colme de gozo por el Reino de Jesús, que es Reino de verdad, de justicia, de amor y de paz.