Domingo XXI del tiempo ordinario (B)

Amados hermanos:

Cuando las tribus hebreas hubieron llegado a la tierra prometida tuvieron necesidad de organizarse, para vivir en medio de unos pueblos con culturas y religiones diferentes de las suyas, con el fin de superar la constante tentación de imitarles en sus cultos idolátricos. Para ello, reunió Josué todas las tribus de Israel para someter a votación una cuestión bien sencilla: ¿Queréis tener al Señor por Dios o a los dioses de los amorreos?

No es que para Josué fuera lo mismo adorar al Señor que a un dios pagano. La cuestión fue que, teniendo en cuenta la inmadurez del pueblo, se proponía que, con el recuerdo de lo que hasta entonces Dios había hecho por ellos, tomasen un compromiso libre y responsable de no apartarse del Dios de sus padres. El mismo Josué fue el primero de definirse y de dar testimonio. Afirmó: Yo y mi casa serviremos al Señor.

Entonces, el pueblo, haciendo memoria de todos los favores que había recibido del Señor, respondió: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! (…) También nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!

Si tenemos en cuenta que las divinidades que adoraban los pueblos vecinos eran: el dios de la fecundidad, el de las buenas cosechas, el de la lluvia, etc…veremos que aquellas eran religiones interesadas, como lo son las divinidades actuales en boga entre algunos que, habiendo abandonado el culto del Dios del cielo, se han puesto a dar culto y a amar por encima de todo el progreso, el dinero, el confort, el placer de los sentidos, el deporte y sus héroes y muchas cosas más.

También a nosotros, por tanto, nos toca decidir si queremos adorar aquellos pequeños dioses o preferimos permanecer fieles al Señor, nuestro Dios del cielo y de la tierra; advirtiendo que aquél es nuestro Dios, de hecho, en el que creemos con firmeza, en el que ponemos nuestra esperanza, en quién contamos indefectiblemente en nuestras necesidades; el que es nuestra roca, nuestro refugio y nuestro salvador. Si alguien cree que puede esperar todo eso de alguno de los bienes de la tierra, que le haga un altar en su corazón y lo adore. En caso contrario que adore únicamente al Dios de los profetas, al Dios de sus padres.

Jesús, el nuevo Josué, presenta la misma alternativa. Él se ofrece como mediador que ha venido del Padre y conduce al Padre; pero, quien quiera seguirle, debe hacerlo por la fe, porque él habla no de la carne, sino del Espíritu. Cuando nos ofrece su carne como comida y su sangre como bebida, no habla materialmente sino espiritualmente: su carne y su sangre son su misma persona sacrificada corporalmente en la cruz hasta morir por la salvación del mundo. Cuando oyeron lo que decía Jesús a cerca de su carne y de su sangre, muchos dijeron: Este modo de hablar es duro, ¿Quién puede hacerle caso?.

Desde aquel momento, muchos de los que le había seguido hasta allí, se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces, Simón Pedro dijo: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tu tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tu eres el Santo consagrado por Dios. Tampoco nosotros podemos excusarnos de dar nuestra respuesta.