Domingo X del tiempo ordinario (B)

Amados hermanos:

Nuestras vidas podrían ser comparadas a un impetuoso río de aguas bravas. A quien quiera navegarlo con suficiente garantía le conviene seber que, alternando con algunos tramos apacibles y mansos, se encontrará con corrientes impetuosas, que difícilmente podrá superar con suficiente éxito, si no cuenta con la mano experta de un profesional.

Las lecturas de hoy hacen referencia a la presencia del mal -el riesgo de caer y perderse- a que está sometido el hombre desde el comienzo de la historia. Toda persona humana está expuesta a la agresión del mal moral -el pecado- que, con el ansia de felicidad o placer inmediatos, nos mueve a escoger caminos placenteros y engañosos que nos conducen a la decepción y, con frecuencia, a la degradación de nuestra personalidad moral.

En este caso, la presencia de Jesús, el gran profesional -por así decirlo- de la lucha contra el mal, nos aporta el alejamiento del peligro o el remedio después del batacazo. Los contemporáneos de Jesús, en Palestina, lo habían captado muy bien, puesto que se reunía tanta gente a su alrededor, que no le dejaban tiempo ni de comer. Jesús se entregaba plenamente, tanto que, cuando alguien le dijo: Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan, él le contestó, mirando al gentío que le rodeaba: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.

Jesús quería entonces, como ahora también, llevar a sus oyentes por el camino de la voluntad del Padre, porque así se salvan los escollos de la vida y se asegura una marcha regular hacia el Reino de Dios, que es la orilla donde todo hombre encuentra la salvación.

San Pablo nos ha dicho: Nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al señor Jesús, también con Jesús nos resucitará.

Así, pues, por la fe en Jesús y adhiriéndonos a él firmemente, vencemos los escollos del mal y del pecado; más todavía, superamos el trance de la muerte, para entrar en una nueva fase de nuestra vida. En la intimidad con Jesús aprendemos a vivir pendientes, no de las cosas materiales, que pasan, sino del mundo sobrenatural, que dura para siempre.

La proximidad con Jesús por la fe, el amor y la esperanza, nos enseña a dar a nuestro cuerpo una importancia relativa, porque, el que ahora es compañero de viaje y parte esencial de nosotros mismos -casa y tabernáculo de Dios en la tierra- se desmoronará y será destruido; con la firme esperanza, empero, de que cuando lo perderemos, seremos revestidos de «un cuerpo espiritual»: un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos.

De este modo, de la mano de Jesús, habremos navegado el río de la vida con el éxito definitivo para el que hemos sido creados.