Domingo XIII del tiempo ordinario (B)

Amados hermanos:

Seguro que el contenido de la primera lectura nos ha resonado interiormente. Es una doctrina lo bastante optimista como para que nos llame la atención. Nos decía: Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo ha creado para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte. ¿Verdad que es alentador escuchar esta doctrina cuando, de hecho, toda existencia es una lucha entre la vida y la muerte?

No solamente las personas, también los pueblos, los imperios y las culturas viven en una tensión constante para subsistir y no desaparecer. La misma ciencia médica hace esfuerzos gigantescos, no para evitar la muerte, sino solamente con la intención de diferirla. Encontraríamos la razón profunda de tan gran esfuerzo en aquellas otras palabras del libro de la Sabiduría: Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser.

La fe, apoyada en la revelación, nos permite ir más allá de la existencia temporal, para encontrar respuesta a la gran contradicción entre el deseo irrenunciable de no perder nunca jamás la vida, y la experiencia inmutable de la muerte, que nadie ha podido burlar.

Si es verdad que nuestra vida temporal no se puede alargar más allá de unos límites establecidos, también lo es que puede ser transformada a imagen de la existencia eterna de Dios. Es decir, que nuestra existencia de después se parecerá más a la vida de Dios que a la vida en el cuerpo que ahora tenemos. Dios vive de manera incorpórea. El vive en el espíritu. Vivir a imagen de Dios significa que viviremos en el espíritu; que también nosotros viviremos sin el cuerpo. No es tan extraño sin embargo si pensamos que son variadísimas las formas de vida a que el Señor nos tiene acostumbrados: desde la vida vegetal más rudimentaria, a la más perfecta, y de la vida animal unicelular, hasta la más enorme y compleja. Dios es vida -es la vida- , y se proyecta en vida doquier, con fuerza irresistible.

Por otra parte, Jesús se manifestó con poder absoluto a favor de la vida, como acabamos de comprobar en el evangelio de hoy. En uno de los casos de este pasaje, Jesús da calidad a una vida, la de aquella mujer que, debido a una grave y larga enfermedad, padecía una vida sin gozo ni esperanza. En el caso de la jovencita, el milagro es más patente. Aquí no se trata de mejorar la calidad de vida, sino de restablecer llanamente una vida que se había perdido.

En ambos casos, se da una condición indispensable, sin la cual el milagro no habría tenido lugar: LA FE de las personas interesadas. En el primer caso, la mujer estaba segura que con sólo tocarle el vestido se curaría. En el segundo caso, es el padre de la niña quien manifestó su fe con estas palabras: Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Por tanto, Jesús se presentó como el amo de la salud y de la vida. Viviendo unidos a él por la fe y el amor y esforzándonos para participar de su vida en la tierra, tenemos la promesa de la resurrección. Por los sacramentos nos mantenemos en contacto personal con el autor de la vida.