Domingo III de Adviento (A)

Hermanos muy amados en el Señor:

La tierra seca y el desierto son imágenes de la desolación. Una vida sin norte ni guía -sin sentido- es como el desierto. Un mundo huérfano de valores profundos y trascendentes es como la estepa reseca. Allá no florece ni la alegría ni la esperanza. En un lugar así no cabe más que el desencanto, el pesimismo, la comezón y la irritación.

Una situación como la descrita necesita salvación. El desierto y la estepa imploran abundante lluvia y amoroso calor del sol, y aquel clamor sube hasta el cielo: ¿De donde nos vendrá la ayuda? En lo más recóndito del corazón de los justos surge la respuesta jubilosa: Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.

Nuestro mundo, inmerso en medio de guerras y paces, habituado a la convivencia entre vergonzantes riquezas y hambres mortales; nuestro mundo donde imperios poco ha florecientes se derrumban, las relaciones internacionales se tambalean y donde, frecuentemente, las economías más fuertes dan señales de alarma, se vive en una situación de incertidumbre y de temor que se podría resumir en un clamor como aquél: ¿De dónde nos vendrá la ayuda?, o en aquella pregunta al Mesías de nuestra tradición cristiana cercenada en el corazón de muchos: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Llegados a este punto, deberíamos aprender la sabiduría y la paciencia del labriego tradicional: El espera los frutos preciosos de la tierra con paciencia, hasta que lleguen las lluvias primerizas o las tardías y la sazonen: Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca. Su venida está tan cerca como lo están nuestras disposiciones a volver nuestra mirada interior al Dios del sol y de la lluvia, del amor y de la paz, del altruismo y de la solidaridad.

Viene el Señor que nos quiere salvar no solamente de la guerra y del hambre, sino también del absurdo de una vida sin sentido, del aislamiento en nosotros mismos, del pecado y de todo mal. Entonces: el desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa. Entonces los ciegos en el espíritu comenzarán a ver un mundo nuevo donde todo tendrá sentido, los inválidos caminarán hacia el Reino con paso alegre y decidido, se desprenderán las costras purulentas de nuestras maldades, escucharemos gustosamente la Buena Nueva y estaremos de fiesta con la esperanza de nuestra salvación.