Amados hermanos:
Si apostamos a una meta importante y difícil o somos invitados a pasar por una experiencia nueva y desconocida, nos sirve de mucho conocer a alguien que lo haya pasado con éxito y compartir con él nuestras inquietudes y dudas. Su experiencia reafirma nuestra esperanza de poderlo conseguir también, porque disipa los prejuicios y el miedo que nos bloquean.
Nada hay tan desconocido para nosotros como entrar en el misterio salvador de Dios obrado a favor nuestro por Jesús, nada que supere tanto nuestras fuerzas como adherirnos decididamente y con plenitud a la vivencia actual del reino de Dios, nada tan alucinante como creer y esperar con alegría que la obra de Dios en nosotros desembocará en una vida nueva, eterna y feliz, como la de Jesús.
En este tiempo de Adviento, y mientras reavivamos nuestra esperanza de la venida del Salvador, la Iglesia nos propone celebrar la fiesta de la Inmaculada, que pone espléndidamente ante nuestra consideración la figura eminente y admirable de María, escogida para traer al mundo el Mesías, y asociada a su obra salvadora porque vivió, en si misma, de una manera modélica y perfecta, la obra de redención predestinada por Dios a favor de todos los hombres.
No hemos de confundir la Inmaculada Concepción de María con su virginidad, castidad o pureza. Significa esto, y mucho más. Inmaculada significa limpia de todo pecado y falta, significa la perfecta salvada, la redimida por la gracia de Cristo, por el don gratuito con que Dios, por Cristo, nos salva a todos. Es llamada plena de gracia porque fue preservada del pecado, puesto que fue destinada a Madre del Salvador y modelo de la Iglesia y de todos los salvados.
La salvación, por tanto, no viene de María, sino de su Hijo Jesús, por más que ella es la primera en recibirla, debido a su estrecha unión con el misterio de su Hijo. Por cuya causa se convierte en transmisora de salvación, puesto que, al tiempo que está unida a Cristo, lo está también a la Iglesia y a cada uno de sus fieles, convirtiéndose, de este modo, en intercesora universal y en conducto del don gratuito de Dios a favor de todos los salvados.
En nuestra devoción a María hemos de procurar no separarla jamás del Señor, porque es también y solamente camino de paso de nuestra esperanza, del deseo de salvación y de nuestra oración. El otro aspecto de la devoción a María es su condición de modelo perfecto. Ella, es cierto, fue favorecida con gracias abundantes -con plenitud de gracia-, pero también es cierto que correspondió siempre desde todo su ser. Fue tierra fértil donde la simiente fructificó al ciento por uno. La respuesta a la gracia de Dios no puede ser otra que la acogida del don, la aceptación agradecida, la reacción positiva. Ahí radica su diferencia con nosotros, que recibimos también continuamente el don de la gracia, pero que no la sabemos hacer fructificar a causa de nuestra cerrazón, de nuestro egoísmo, de la pereza o la falta de fe. Para ser auténticos devotos de María, abrámonos a la gracia que nos es dada, dejemos, como ella, que el Espíritu de su Hijo obre en nosotros, nos vaya transformando y vuelva segura y feliz en nosotros la salvación que nos es ofrecida gratuitamente.