Domingo IV de Cuaresma (A)

Hermanos míos en el Señor:
A la persona ciega la llamamos disminuida porque sufre una grave limitación en sus actividades y una privación drástica y dolorosa en su relación con el mundo y con sus semejantes. La ceguera equivale a falta de luz, a tiniebla permanente. Pero, tanto ceguera y visión, como luz y oscuridad, pueden entenderse perfectamente en un sentido simbólico. Cuando alguien anda muy confundido y extraviado, comete disparates o dice despropósitos, decimos: aquél está ciego. Y cuando alguien no entiende una cosa evidente, decimos: me extraña mucho que no lo entienda, siendo más claro que la luz del día.

En este sentido figurado, la palabra de Dios, en las lecturas de este domingo, nos habla de oscuridad y de ceguera; de luz y de visión. San Pablo escribió a los cristianos de Éfeso: En otro tiempo erais tinieblas. Se refiere a que no conocían a Dios, y sus obras eran pecaminosas y degradantes. Ahora que han conocido a Jesús y están en el Señor, todo ha cambiado: Ahora sois luz en el Señor. Ahora, pues, que son luz, es necesario que sus obras sean claras y visibles porque (…) la luz, denunciándolas, las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz. (…) Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz.

Es importante profundizar en el sentido recóndito del evangelio de hoy. Jesús da la visión a un ciego de nacimiento. El hecho es como una nueva creación, porque no se trata de devolver la vista a uno que la ha perdido, sino de crearla por primera vez. Con este signo milagroso entendemos que Dios es el creador de la visión, que la puede dar a quien no la tiene. Con todo, para Jesús, lo más importante no es que el hombre disfrute de la visión corporal. Si así fuera, Jesús habría curado a una multitud de ciegos que debía haber entre los habitantes de Palestina, y no lo hizo.

Por otra parte, la historia de aquel ciego no se acaba con la visión física: El fue, se lavó y volvió con vista. La historia continua con la discusión a que le sometieron los fariseos, hasta que llegó la pregunta clave: Y tu ¿qué dices del que te ha abierto los ojos? El contestó: Que es un profeta. Por consiguiente, ha recibido también la luz espiritual, porque ha reconocido en Jesús al que Dios ha enviado. En su próximo encuentro con Jesús entrará de lleno en la luz de la fe: ¿Crees tú en el Hijo del hombre? -Le preguntó Jesús. -Responde: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? -Jesús le dijo: Lo estás viendo: el que te está hablando, éste es. -El dijo: Creo, Señor. Y se postró ente él.

Hasta aquí quería llegar Jesús. Esta era la visión que le quería dar ante todo. Y es ésta la visión, la luz que quiere darnos a cada uno de nosotros: que creamos de verdad que él es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, nuestro personal Salvador. Nunca cesemos de pedirle hasta que creamos de verdad: Creo, Señor, más acrecienta mi fe.