Domingo X del tiempo ordinario (A)

Amados hermanos:

Aquello que más escandalizó de Jesús a los fariseos y a los bienpensantes de su tiempo, fue la libertad con que el Maestro se relacionaba con los cobradores de impuestos y toda suerte de pecadores. Semejante comportamiento no cabía en la mentalidad legalista de los dirigentes del pueblo de Israel porque, según pensaban, la relación con los pecadores era causa de contaminación moral. El pecado de los demás -creían- se contagiaba como una enfermedad infecciosa.

Jesús rompió sin contemplaciones aquel maleficio social y religioso, puesto que él no pensaba como los hombres, sino como Dios. Cuando los fariseos, con ocasión de un convite, se conturbaron al ver que muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos, les dijo Jesús: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (…) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

En la mente de Jesús estaba presente el pasaje del profeta Oseas que hemos escuchado en la primera lectura: Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos. Como vemos, es un fragmento bellísimo de aquel profeta sobre el amor de Dios a los pecadores y sobre el proyecto divino de salvación para todos ellos.

Dios ve que los pecadores no le amamos adecuadamente: Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Este lamento del Señor nos atañe también personalmente, puesto que tenemos momentos de amor a Dios y buenos propósitos; pero, deslumbrados por los atractivos de este mundo y preocupados por el trabajo, los proyectos y las fantasías temporales, nos olvidamos fácilmente de nuestro primer amor, hasta llegar a vivir como si Dios no existiera. ¿Qué haré de ti, Efraín? ¿Qué haré de ti, Judá? ¿Qué haré de vosotros, pueblo mío? Dice entonces el Señor.

Y lo que hace es acercarse a nosotros como Jesús con los pecadores de su tiempo, llamando a nuestra conciencia para que despertemos y empecemos a conocerle de verdad. Si le escuchamos, y nos disponemos a conocer al Señor, su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia tardía que empapa la tierra. Los bautizados -más todavía si estamos confirmados- llevamos en el interior el don del Espíritu que nos ilumina y nos mueve, hasta hacernos sentir la presencia de Jesús, y con él, el amor de Dios.

En el interior de esta fe tiene lugar el proceso de nuestra salvación, si creemos en el que resucitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación.

Así, pues, nuestra esperanza está fundamentada en aquel Jesús que, en vida terrenal, se sentaba a la mesa con los pecadores y que ahora nos llama a confiar en él y a seguirle, que nos une a su pasión y muerte por la conversión y nos hace partícipes de su resurrección para la vida eterna.