Domingo V del tiempo ordinario (A)

Hermanos míos en el Señor:

¿Qué podríamos hacer para proyectar luz a éste nuestro mundo que yerra el camino al prescindir de Dios y, poniendo sus esperanzas en los bienes materiales, se encierra en sí mismo, como recurso fácil para una felicidad engañosa? ¿Como ayudar a que, por lo menos las personas más sensatas dejaran de mirarse a sí mismas y tuvieran ojos para mirar a un más amplio horizonte, para ver a Dios y a los otros hombres?

La palabra se la lleva el viento, las técnicas para animar grupos no siempre dan resultados y, frecuentemente, sirven para manipular y torcer el camino. Tan solo una convicción profunda y un ideal llevado a la vida tienen, por sí mismos, una fuerza de persuasión donde no es posible la trampa y donde nadie puede ser llevado a engaño.

Solamente cuando nosotros sabemos ver a Dios como nuestra única esperanza, y al otro como hermano nuestro brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía. El Señor nos lo advierte por el profeta Isaías: Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres in techo, viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne (…) Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana.

Este estilo de vida es ir a fondo en la práctica del propio ideal, desconfiando de las palabras y de la propaganda humana, como le ocurrió a San Pablo que, habiendo fracasado en Atenas cuando, con sabiduría humana, pretendía convencer a aquella población ilustrada. Después de aquel fracaso, abandonó todo recurso a la doctrina mundana y, cuando fue a Corinto para predicar allí el Evangelio, se confió exclusivamente a la fuerza del mensaje pascual: Cristo muerto y resucitado. Allí, confió únicamente en sus profundas convicciones y en la gracia que le acompañaba. Más tarde, escribe a los cristianos de Corinto lo que hemos escuchado en la carta de hoy: Cuando vine a vosotros para anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me aprecié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu.

En este momento, podemos entender mejor las palabras de Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra (…) Vosotros sois la luz del mundo. Sal nos encarga Jesús que seamos, para dar gusto a la vida del mundo y para preservarlo de la corrupción. Luz tenemos que ser para que resplandezca delante de la gente y puedan ver claramente todos los que están en casa. Sal y luz que podremos ser tan solo desde unas convicciones profundas vividas con ilusión y sin somnolencia, y desde una vida generosa convertida en obras al servicio de los demás. Y acaba el Evangelio de hoy, diciendo: Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Únicamente la vida lleva vida lleva vida y, nuestro mundo, alucinado por falsas esperanzas y aturdido con aparentes felicidades, tan solo puede despertar a una vida verdadera por la fuerza y el atractivo de aquellos que la viven ya ahora.