Ésta es la oración que rezaba hace unos años el Papa Francisco: “Ven, Señor Jesús, que te necesitamos. Acércate a nosotros. Tú eres la luz: despiértanos del sueño de la mediocridad, despiértanos de la oscuridad de la indiferencia. Ven, Señor Jesús, haz que nuestros corazones distraídos estén vigilantes: haznos sentir el deseo de orar y la necesidad de amar”. Necesitamos hacernos nuestra esta oración en tiempos de dificultades económicas, de desánimos, de guerra… cuando vivir es quizás más pesado que antes.
La invocación “¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús!”, significa “el Señor viene”. Es una constatación, una declaración de fe, un grito de esperanza… El Señor viene, está viniendo. No deja de venir. Podemos decirla al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de las reuniones, del estudio, del trabajo y de las decisiones que debamos tomar, en las enfermedades, en los momentos importantes y en los difíciles, cuando intercedemos por nuestros hermanos, cuando gritamos: basta de guerras y que llegue la paz… Clamemos siempre: ¡Ven, Señor Jesús! Una oración breve, un grito de quien se siente absolutamente pobre y espera que le salve Dios, el juez justo y misericordioso. Un clamor que nace del corazón.
En este domingo empezamos un nuevo año litúrgico, que se nos da para hacerlo fructificar, para amar y vivir con sentido, para darnos al máximo, como hizo Jesús. El Adviento es el tiempo de la esperanza, porque si Dios viene, todo es posible, la salvación se realiza. Como a la Virgen María en Nazaret, también a cada uno de nosotros se nos dice: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). Él lo renueva todo, cambia nuestra historia para que podamos ver la claridad de la mirada de Dios. Revisemos, pues, con esperanza lo que debamos convertir, para llegar a la Navidad del Señor con espíritu renovado y mirada limpia.
Esperamos porque queremos ir más allá, abrirnos al futuro nuevo que llega y acoger al Dios que todo lo transforma. Dios llega con poder. El Apocalipsis invita a adorar “¡Al que es, al que era y al que viene!” (Ap 1,8). La Virgen María y San José acogieron a Cristo y pusieron sus vidas completamente al servicio de esta misión, tan única y tan sorprendente, de hacer posible el nacimiento y la educación en Nazaret del Hijo de Dios hecho hombre. Ellos irán acompañándonos durante este Adviento, si queremos aprender a acoger al Señor. Igualmente, el profeta Isaías y el último profeta -el mayor nacido de mujer, S. Juan Bautista, nos espabilan para que nos convirtamos de verdad y acojamos el don gratuito de Dios, que todo lo transforma, como el agua que hace florecer el desierto.
El Adviento nos ayuda y nos urge a preparar bien la Navidad. No tanto a preparar cosas y fiestas, que quizás también, sino sobre todo a prepararnos nosotros mismos con caridad, oración y penitencia auténticas. Que no nos ocurra que nos quedamos en unos días de fiesta, de comidas familiares y de regalos, pero nos perdiésemos lo primero y principal: la acogida de quien llega para renovar todas las cosas. El Adviento debe significar la acogida de Dios que se hace Dios-con-nosotros y que cambia la historia; la acogida de Jesucristo que se hace nuestro hermano y que permanece con nosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos. Y esto sí que nos da auténtica esperanza. “¡Ven, Señor Jesús! ¡Te esperamos!”.