Desde el pasado miércoles, miércoles de Ceniza, hemos entrado en la Cuaresma, tiempo caracterizado por una exigencia más vigilante de conversión y de renovación, durante el cual todos somos invitados a contemplar con más intensidad a Cristo, que se prepara para realizar el sacrificio supremo de la Cruz. Este año, sabiendo que tantos millones de personas han sido afectadas por la enfermedad o el riesgo de enfermedad vírica en China y otros lugares del mundo, podríamos pensar en los enfermos, en quienes los cuidan y los que investigan para paliar los sufrimientos. Iniciaremos el itinerario penitencial hacia la Pascua con un compromiso más firme de oración y de ayuno para la salud de los enfermos y por la paz en todo el mundo. La salud y la paz, de hecho, son dones de Dios que hay que invocar con humildad y perseverante confianza. Sin rendirnos ante las dificultades, recorramos el camino de nuestra conversión.
La liturgia de este domingo primero de Cuaresma siempre nos alerta sobre la tentación. Cristo fue tentado y venció. Y nosotros también seremos y somos tentados, y debemos acudir a Él, misericordioso y clemente, para que tenga piedad y nos socorra, nos perdone y nos dé vida. La Cuaresma nos invita a unir la oración y el ayuno, una práctica penitencial que reclama un esfuerzo espiritual más profundo, es decir, la conversión de corazón con la firme decisión de apartarse del mal y del pecado para disponerse mejor a cumplir la voluntad de Dios. Ayuno que nos remite a una vida más austera, más en comunión con los pobres y los que sufren. Ayuno de placeres y de gastos superfluos, ayuno del mal. Con el ayuno físico, y más aún con el interior, el cristiano se prepara a seguir a Cristo y a ser su fiel testimonio en toda circunstancia. El ayuno, además, ayuda a comprender mejor las dificultades y los sufrimientos de tantos hermanos nuestros oprimidos por el hambre, por la miseria y por la guerra. Esto ayuda a vivir un movimiento concreto de solidaridad y de compartir con quien se encuentra en necesidad.
La Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de comenzar su misión pública. Hoy escuchamos en el Evangelio: «Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre» (Mt 4,1-2). Como Moisés antes de recibir las tablas de la Ley (cf. Ex 34,8), o Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cf. 1Re 19,8), Jesús, orando y ayunando, se preparó para su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador. Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano -decía el Papa Benedicto XVI-, que se inclina y socorre al hermano que sufre. Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. El ayuno tiene como finalidad última ayudarnos a cada uno de nosotros a realizar el don total de uno mismo a Dios. Por tanto, alejamos todo lo que distrae el espíritu e intensifiquemos lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pensamos en un mayor interés por la oración, en la lectura orante de la Biblia, en el sacramento de la reconciliación y en la participación activa en la eucaristía, sobre todo en la santa misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma, para recorrer un provechoso itinerario cuaresmal hacia la Pascua.
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