Al inicio de la Vigilia Pascual el diácono canta un bellísimo canto, el Exultet, un «pregón» que se remonta quizás ya al siglo V, que alaba la luz verdadera que es Cristo y difunde la alegría de la Pascua, porque Cristo ha resucitado: “Exulten por fin los coros de los ángeles. Exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación. Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla, que cubría el orbe entero. Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”. Los cristianos no podemos ceder a la tristeza, porque el Señor ha vencido la tristeza del pecado, del mal y de la muerte, y vive para siempre. Debemos vivir «siempre alegres en el Señor”, como recomienda S. Pablo (Fil 4,4).
Pascua es el tiempo litúrgico más importante para los cristianos y tiene una palabra fundamental que la condensa, que es el Aleluya. El sentido bíblico de este término, que tiene su origen en la expresión hebrea «hallĕlū-Yah», significa «¡Alabad a Dios!». Cantar el aleluya con profusión, como hay que hacerlo en la Pascua, es celebrar la victoria de Cristo y anunciarla a todo el mundo y en todas partes. Siempre deberíamos alabar a Dios en nuestras vidas y la mejor manera de hacerlo es amando, sirviendo, agradeciendo, especialmente dedicándonos a los demás, a los más necesitados. Y siendo testigos de vida y de resurrección, como recomendaba Cristo a los apóstoles. Hay que ser testigos de Jesús, es decir, dar fe de lo que hemos visto y oído sobre Jesús, de lo que hemos experimentado con Él, y transmitirlo con el compromiso de cada día. Tendremos alegría si perseveramos en su amor y somos amigos de Jesús, que mantienen un diálogo amoroso con Él, por la oración y la confianza.
«La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Los que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Así comienza el Papa Francisco la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, con que recuerda el papel misionero de la Iglesia en el mundo contemporáneo. En este encuentro, en este descubrimiento de la persona de Jesús, está nuestra salvación, y con ella, nuestra alegría.
Esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento optimista, o el resultado del bienestar ni debe confundirse con una vida sin problemas ni conflictos. Al cristiano no se le ahorrarán la dureza de la vida o la fragilidad de la existencia; en tiempos de pandemia lo estamos experimentando claramente. Pero Jesús nos promete: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11). El secreto de la alegría es poseer la misma alegría de Jesús Resucitado en nuestro interior, por un don del Espíritu Santo. Esta alegría nos llenará de paz y se volverá principio de acción contra la tristeza, conduciéndonos a aliviar el sufrimiento de las personas, anunciando el Evangelio de la alegría y contagiando esperanza plena y trascendente.
Alegrémonos en este mes de mayo, mes de María, por la Asunción de la Madre de Cristo Resucitado. Recordémoslo cada día. Ella nos fue dada en la Cruz como Madre que nos acoge bajo su amparo y nosotros hemos de acogerla con amor de hijos y de imitadores de su fe, fortaleza y caridad.
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