La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo que el martes celebraremos, es la fiesta de las dos grandes columnas de la fe de la Iglesia, los amigos del Señor, que como «los dos olivos y los dos candelabros de oro que están en la presencia de Dios» (como los llama la liturgia hispánica) han testimoniado con su sangre «todo lo que sintieron, que vieron con sus ojos, que contemplaron referente a la Palabra de la Vida» que es Cristo encarnado (cf. 1Jn 1,1). Ellos nos sostienen y nos estimulan a creer y amar, a conservar la unidad como hijos y miembros activos de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
San Pedro fue un pescador de Galilea, a quien el Señor le cambió la vida y el nombre, para que fuera «pescador de hombres», y lo lanzó a la inmensidad del mundo, hasta Roma, para ser testigo de su Resurrección. Es la piedra elegida por Cristo para edificar su Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). No le llamó «piedra» porque fuera un hombre sólido y de confianza. Cometería muchos errores después, no era muy de fiar, y llegaría incluso a negar al Maestro. Pero escogió construir su vida sobre Jesús, la piedra, y no sobre «la carne ni la sangre», es decir, sobre sí mismo. Como enseña el Papa Francisco, «Jesús es la roca en la que Simón se convirtió en piedra. Podemos decir lo mismo del apóstol Pablo, que se entregó totalmente al Evangelio, considerando todo lo demás como basura, para ganar a Cristo». San Pablo, que probablemente vino a Tarragona, debe ser, para nosotros, «nuestro» apóstol amado, en cuya fe nos fundamos. Un fariseo celoso, convertido a la fe, que después de perseguir a los cristianos, fue un apóstol apasionado, incansable, que lo perdió todo con el fin de predicar a Jesucristo, al que quería con un amor inmenso. Viajó y sufrió mucho, fundó comunidades, animó a los discípulos, expresó la fe con libertad y sabiduría, abrió el cristianismo a los paganos, y nos enseñó la verdadera doctrina cristiana. Él es el Apóstol a quien escuchamos constantemente en las celebraciones, y que nos anima a amar a Cristo y a su Iglesia con amor ardiente.
Al final del cuarto Evangelio, Jesús le dice a Pedro: «¿Me amas?… Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17). Y comenta el Papa Francisco: «Habla de nosotros y dice «mis ovejas» con la misma ternura con que decía “mi Iglesia”. ¡Con qué amor, con qué ternura nos ama Jesús! Nos siente suyos. Este es el afecto que edifica la Iglesia. Hoy, a través de la intercesión de los apóstoles, pedimos la gracia de amar nuestra Iglesia Apostólica. Pedimos ojos que sepan ver a hermanos y hermanas, un corazón que sepa acoger a los demás con el tierno amor que Jesús tiene por nosotros. Y pedimos la fuerza para orar por aquellos que no piensan como nosotros. Que la Virgen, que ponía armonía entre los apóstoles y rezaba con ellos (cf. Hch 1,14), nos guarde como hermanos y hermanas en la Iglesia, nos mantenga en la unidad con el Papa y el Colegio apostólico y nos ayude con su poderosa intercesión.
Vivamos esta fiesta de los Apóstoles con comunión y oración ferviente por el Santo Padre Francisco, el actual sucesor de S. Pedro. Vivimos momentos delicados y debemos acompañar con la oración y la adhesión filial a su persona y a su magisterio, a su tenaz lucha contra el pecado y contra lo que hiere duramente a sus hijos, a su manifiesto coraje y trabajo por una Iglesia, testigo fiel de Jesucristo.
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