Mis amados hermanos:
Es un gran privilegio encontrarnos celebrando esta solemne Vigilia, para festejar la resurrección del Señor y hacerla nuestra. Si pudiéramos, nos gustaría contagiar al mundo entero la convicción de fe y esperanza que nos anima o, al menos, comunicar íntimamente a las personas más próximas y a las que más queremos la experiencia espiritual de esta noche, que es luz para nuestra vida y respuesta para las preguntas más acuciantes.
Porque nos hemos reunido para celebrar el acontecimiento más importante de la historia del mundo: la resurrección de Cristo. Muchas personas viven desorientadas -por supuesto de buena fe y por causa de la ignorancia religiosa- sobre el después de su vida. Para nosotros, que creemos gracias al testimonio de los apóstoles, transmitido por la palabra escrita de la Biblia y por la tradición cristiana, la respuesta es clara. Una respuesta no descubierta gracias a nuestro esfuerzo, sino dada directamente por Dios; no con palabras de promesa, sino con un hecho real que es primicia del proyecto de Dios para toda la humanidad: La resurrección de Cristo.
Lo que Dios obró en Jesucristo cambió totalmente la historia humana. Ahora ya sabemos qué ha de pasar al final: lo mismo que ha ocurrido en Cristo, después que asumió nuestra humanidad y fue constituido modelo y primicia para el hombre nuevo. Con gran entusiasmo y gratitud inmensa San Pablo lo comenta a los romanos, diciendo: Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos una vida nueva. Porque, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.
La humanidad entera, por consiguiente, está destinada a participar de la nueva vida de Jesús resucitado, y no lo sabe. Muchas personas y hasta culturas enteras no han recibido todavía de manera eficaz este mensaje, mientras que otras han perdido el contacto con él a causa del orgullo o de la indiferencia. A resultas de esta trascendental carencia, mucha gente se adhiere a especulaciones absurdas sobre el más allá. Unos piensan que la muerte acaba con todo y que detrás de ella nos espera la nada; otros creen en la reencarnación a través de multitud de vidas hasta la purificación total, después de la cual vendría el nirvana o descanso eterno, que no se sabe exactamente en que consiste; al tiempo que, por fin, no pocos creen que algo tiene que haber después de la muerte, envuelto en una nebulosa imposible de atravesar.
En medio de una tal confusión, nosotros hemos de ser testimonios, con la vida y con la palabra, de la más gran noticia de todos los tiempos, en la que creemos de todo corazón: Cristo ha resucitado y nosotros resucitaremos con él y como él. Nuestra fe supera todas las dudas porque, como San Pablo, sabemos en quien hemos depositado nuestra confianza.