Hermanos míos muy amados:
La historia de la humanidad es, más que otra cosa, un rastreo lento, paciente y laborioso detrás de la verdad, para escrutar el origen de las cosas, las leyes que las gobiernan, su sentido y su destino. Los sabios se esfuerzan para penetrar los espacios infinitos y para conocer los inmensos cuerpos que los ocupan; y trabajan con paciencia inagotable para conocer las leyes de la molécula y el átomo, por lo que se refiere al microcosmos. Además, entre estos dos extremos, el hombre tiene necesidad de investigar sobre si mismo, ser privilegiado, situado como rey de la creación.
Con ello y, sin darse cuenta, el hombre de todos los tiempos persigue la comprensión del Absoluto, fuente y origen de todas las cosas, a sabiendas de no poder alcanzar nunca del todo su objetivo, porque, en un momento u otro, la mente humana topa con el misterio. Y Dios no es misterioso por su oscuridad, complicación o incompresibilidad, sino por su inmensidad, que sobrepasa infinitamente todas las capacidades cognoscitivas creadas. Se me ocurre la fábula del pececillo sin experiencia, que buscaba el océano desesperadamente. Al cruzarse con un viejo y experimentado pez, le pregunta: ¿Podríais, señor, indicarme dónde está el océano? Puesto que he oído hablar de él y me es imposible hallarlo. El océano -le respondió el viejo pez- está aquí, donde nos hallamos, es el lugar donde vivimos, es la inmensidad de esta agua que nos da vida y nos protege. Estamos inmersos en el océano por todas partes y de ninguna manera podemos salir de él sin morir.
Dios es el objeto de búsqueda de los hombres de todos los tiempos. Él es la sabiduría y la vida universales. En él existimos, nos movemos y somos, pero nos sobrepasa totalmente. Nos engloba por todas partes, vivimos en él y por él y, debido a su inmensidad, no lo podemos percibir. Pero Dios se nos ha acercado, como no habríamos osado esperar, en la humanidad de Jesucristo. Por él nos ha integrado en el plan divino. Jesús ha asumido nuestra naturaleza y la ha elevado; ha superado nuestras limitaciones hasta el punto de quebrar el poder de la muerte para darnos a participar de su vida, incorporándonos a su resurrección.
Jesús nos ha abierto una ventana al conocimiento de Dios abriéndonos el misterio de su amor: nos reveló al Padre, se presentó como el Hijo, prometió y envió el Espíritu Santo y nos aseguró que todo el misterio de la vida y del amor de Dios está en comunión con nosotros; que nuestro destino es participar de Dios y poseer su gloria para siempre. Este misterio de comunión con Dios comienza aquí y ahora por nuestra adhesión a Cristo desde el fondo de nuestro corazón por medio la fe y la esperanza.
Es irrelevante preocuparnos por conocer el misterio de la Santísima Trinidad. Lo importante es saber que participamos de su vida y de su amor por el hecho de creer en Jesús y de unirnos a él con todas nuestras fuerzas. Más que a entender el misterio de la Trinidad con nuestra mente, nos conviene aspirar a vivirlo en nuestro corazón, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.