Hermanos en el Señor:
Cuando, personalmente, me detengo a pensar en mi vida -no sé si os ocurrirá lo mismo- me descubro como un ser desvalido que no se basta a si mismo. Tengo muy claro aquello que quisiera ser, y siento nacer en mí sinceros deseos y propósitos de intentarlo de veras. Sueño entonces con la felicidad a que tendría acceso, si pudiera conseguir un buen equilibrio interior, en el que, mis obras y mis deseos más puros se avinieran perfectamente, y en donde mi interés, mis esfuerzos y mis actitudes responsables anduvieran siempre encaminados a procurar y vivir los bienes más altos. Esto no obstante, a la hora de la verdad, algunas veces, me faltan las fuerzas y la constancia necesarias. Esta constatación me hace sentir una contradicción o un desquiciamiento interior, al tiempo que me obliga a experimentar en mí la presencia del pecado.
¿Existe algún remedio para dicha situación? San Pablo, en la carta que hemos escuchado, nos da la solución. Esta solución es el amor con que Dios nos ha amado: «Pero Dios, que es rico en misericordia, nos manifestó su inmenso amor, y a los que estamos muertos por nuestras faltas, nos dio vida en Cristo«.
Este pensamiento nos llena de esperanza y de consuelo, puesto que, «a los que estábamos muertos por nuestras faltas, nos dio vida en Cristo. ¡Por gracia han sido salvados!«. Por gracia, es decir, gratuitamente, porque él ha querido, por la bondad que él ha tenido para con nosotros; no por la que nosotros hemos tenido para con él. En otras palabras la salvación no viene de nosotros; es un don de Dios. Ello no nos excusa de desear el bien y de buscar hacerlo con todas nuestras fuerzas, siempre que sepamos reconocer que el bien que conseguimos acumular, no es fruto de unas obras que nosotros hemos hecho: «No tienen porque sentirse orgullosos, porque no lo consiguieron con sus obras«.
Siendo así que todos estos dones de Dios los recibimos por Jesucristo, nuestra conversión consistirá en adherirnos a él, unir a él nuestra vida por una fe incondicional, hasta el punto que Jesús sea nuestra razón de ser y de actuar, nuestra esperanza y nuestro refugio. Hablamos de Jesús resucitado, que no es un fenómeno histórico pasado, sino vivo y presente en nosotros, tal como lo había prometido. El va construyendo su Iglesia, pueblo de Dios, haciendo realidad nuestra salvación, por la presencia de su Espíritu, que obra y actúa en nosotros.
Convertirme, pues, es confiar y creer más en la obra salvadora de Dios en mí, por medio del Espíritu de Jesús. Es abrirme y dar paso a la acción amorosa de Dios. Como dice San Pablo: «Lo que somos es obra de Dios: él nos ha creado en Cristo Jesús, con miras a las buenas obras que dispuso desde antes, para que nos ocupáramos de ellas«.
Es la misma doctrina que encontramos en el Evangelio de San Juan que se ha leído. Jesús explica a Nicodemo que, así como los israelitas en el desierto se salvaron de las picaduras de serpientes venenosas, mirando la serpiente de bronce que Moisés había colocado como estandarte; así también nos vendrá a nosotros la salvación y la vida eterna, mirando con fe al Hijo del hombre elevado en la cruz; puesto que «Dios no mandó a su Hijo a este mundo para condenarlo, sino para que por él, el mundo sea salvo«.
Jesús sigue explicando a Nicodemo, que la venida del Hijo de Dios es como la aparición de la luz en el mundo, porque él es verdaderamente la luz interior de los hombres. Aquellos que se acercan a Jesús y creen en él recibirán los beneficios de la luz, serán instruidos en la verdad y se salvarán, gracias a él. A continuación, la luz de Cristo clarificará también las obras, haciendo desaparecer progresivamente -a nuestro ritmo- las obras de las tinieblas, que son obras de mentira y frustración. Y las substituirá por obras de la luz, conforme a la verdad, para la felicidad y la salvación.
Ahora podría seguir un breve examen personal de conciencia, para preguntarnos cuán cerca estamos de Jesús en la vida de fe y de confianza; en cuánto valoramos la luz y la verdad de Jesús que nos es dada, para iluminar nuestras obras y acercarnos a la salvación.
>Nuestros actos concretos, en especial nuestras actitudes profundas, son el fruto de nuestro árbol -de lo que somos- :»Por sus frutos los conoceréis«. Evaluando nuestra vida concreta y su comportamiento, conoceremos la profundidad o la superficialidad de la acogida que ofrecemos al don de Dios por la fe, la esperanza y el amor.
Lecturas:
- Ef 2, 1 – 10
- Salmo: A elegir entre los propuestos paraCelebraciones Penitenciales.
- Jn 3, 14 – 21