Hermanos míos, en el Señor:
Pocos temas rozan tan al vivo los sentimiento y hasta la conciencia de las personas, como es el de la familia; porque la familia es el lugar de nuestro origen, el albergue del ser indefenso recién llegado; es el plantel de la raza humana, el jardín de la felicidad o el desierto de la soledad y el sufrimiento.
Tener éxito en la familia es el negocio de la vida, y ningún bien de este mundo es comparable al tesoro de pertenecer a una familia virtuosa y feliz. La salud, la riqueza y la buena suerte alcanzan su plena sazón en el seno de una familia virtuosa y afectuosamente unida; la pobreza, los malos trances, la enfermedad y la vejez, se vuelven soportables al calor de una familia de signo positivo.
¿Se podría hallar a alguien que no estuviese fuertemente interesado en hacer de su familia un oasis de paz y de amor? ¿No vuela espontáneamente nuestro pensamiento a Nazaret para contemplar, siquiera con la imaginación, la convivencia feliz de una familia casi celestial? ¿Quién no compraría al precio que fuera una relación así de positiva y rica con todos y cada uno de los miembros de su casa? No se trata de compra ni venta, evidentemente, pero, ¿qué podríamos hacer para acercarnos al ideal de la familia de Nazaret?
Se dice con razón que donde hay caridad y amor, allí está Dios; y se me ocurre que podríamos dar la vuelta a la frase, diciendo con toda verdad que DONDE ESTÁ DIOS, ALLÍ HAY CARIDAD Y AMOR. Me atrevería a decir que la calidad incluso humana de una familia depende, en buena parte, de cómo es aceptada en aquella casa la presencia de Dios, porque Dios es la fuente y origen de todo bien, y sus bendiciones se derraman sobre la familia que vive a su presencia. El Señor mira con amor cuanto ocurre en aquella casa, hasta el punto de verter su bendición sobre ella: Esta es la bendición del hombre que teme al Señor: El Señor te bendice desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
San Pablo nos ha recomendado que nos revistamos de sentimientos propios de los elegidos, como son: misericordia, bondad, humildad, dulzura, comprensión, y que la palabra de Cristo habite entre nosotros con toda riqueza. La presencia de Dios en el seno de la familia es como el sol, que da calor y luz a todas las cosas y las vivifica. Por el contrario, la ausencia de Dios deja la vida personal y familiar como noche de invierno: oscura, fría e interminable.
Cuando oímos hablar, en nuestro tiempo, del fracaso de tantas familias y de la infelicidad o la indiferencia de tantas otras, no podemos evitar el pensamiento de que allí Dios no ha sido invitado o que, por lo menos, ha sido relegado a último lugar.