Amigos míos en el Señor:
Recientemente, hemos celebrado la Navidad y, llenos de afecto y admiración, hemos contemplado al Niño nacido en Belén. Ahora, nos toca seguir con el mismo amor y afecto, los primeros pasos de la vida del recién nacido, acompañándolo en su crecimiento, hasta llegar a la edad adulta. En poco tiempo, la Liturgia nos propondrá meditar las escasas escenas que han conservado los evangelios de la infancia de Jesús, hasta llegar a su bautismo en el Jordán, cuando dio comienzo a su vida pública. Al resumen que nos da el evangelista Lucas de la infancia de Jesús no tiene pérdida en su brevedad: El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Hoy fijamos nuestra atención en su vida de familia, intentando hacer de ello el modelo para la nuestra. En la tradición cristiana siempre se ha mirado con gran afecto a la Sagrada Familia de Nazaret y se ha entendido que la vida familiar de los tres personajes era una mansión de paz y de felicidad; un oasis de sencillez y de amor en medio de las complicaciones tan frecuentes en muchas otras familias. La sola imagen de José, María y Jesús, en su humilde casa, con una riqueza tan grande de valores y una exquisitez de relaciones así de bellas, nos produce bienestar y deseo de imitarles.
Que Jesús viniera a vivir en familia nos da entender que Dios, el Padre, valora el núcleo familiar como la base y el fundamento de la sociedad civil y religiosa y confirma que los niños acabados de llegar tienen necesidad absoluta de un punto de referencia, de un clima favorable, que les permita aprender el arte de vivir humanamente y a la presencia de Dios. ¿Dónde aprenderían, sino, la seguridad, la confianza, la experiencia de ser amados, así como la capacidad de amar y de relacionarse? ¿Cómo elevarían, sino, la mirada al Dios de la vida y del amor.
José y María, fieles a su fe, cumplen los preceptos de la ley en presencia del niño y, a los ocho días, lo presentan al templo y lo consagran a Dios, comenzando así su labor educativa, que le acompañará durante la infancia. En el templo les espera una gran sorpresa: Simeón y Ana reconocen en aquel niño al Mesías prometido y exultan de alegría, porque la salvación ya está cerca y su esperanza no ha quedado defraudada.
Después, vuelven a Nazaret y empieza a vivir el día a día, en su casa, a la presencia de Dios, llevando una vida oculta y sencilla que no llama en absoluto la atención de nadie, y en la que Jesús se va preparando para salir un día a plena luz. José y María saben estar en su lugar con un cuidado exquisito de la formación del niño.
Cada hogar es una familia que debería mirarse en el espejo de Nazaret, y los padres deberían saberse los educadores insustituibles de sus hijos, preparándolos para la vida de hijos de Dios y miembros de la sociedad en la que les tocará vivir. La Iglesia es para nosotros la otra familia, en la que nos reunimos por la fe, nos alimentamos con la Eucaristía y somos uno en la esperanza y el amor.