Jueves Santo (C)

Amigos y hermanos:

Esta tarde es especial -única- entre nosotros, porque lo fue antes para Jesús. Si nos mantenemos espiritualmente a su vera, adivinaremos en él sentimientos tan opuestos entre si como el deseo inmenso de que le llegara la hora de ofrecer su vida al Padre y un impetuoso sentimiento de pavor ante la tragedia que se cernía sobre sus espaldas.

Inmerso en aquel estado de ánimo, Jesús celebra con sus amigos una cena de despedida. Un adiós para ir a la muerte es muy especial. Viene acompañado de sentimientos, de actitudes interiores y de una carga de imponderable significado. Cada palabra, cada gesto de Jesús pasa por el corazón de los asistentes y deja en él la impronta indeleble de un verdadero testamento. La palabra y la actuación de Jesús se ciñe a lo más entrañable y lo estrictamente necesario, con la intención ¬-compartida por sus amigos- de que aquel acto permanezca para siempre como un testamento, como un acto de última voluntad. La ceremonia de la Cena se compone de dos partes: la primera es el lavatorio de los pies, como para resumir gráficamente que la vida de Jesús no ha tenido ni tiene otro sentido que el de amar y servir. Con ello se pone de manifiesto la voluntad del Testador: que sus discípulos hemos de continuar el mismo estilo de vida, amando y sirviendo a los demás por amor al Padre: si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos otros.

La segunda parte del testamento es la Eucaristía. Se trataba de asegurar que la entrega de Jesús a la pasión y muerte y el desenlace triunfal de su resurrección, sería fuente de vida para siempre, representada sacramentalmente en la comunidad de sus seguidores por la cena con el pan y el vino sobre el altar, presencia y comunión perenne del Crucificado-Resucitado en la asamblea y la vida real del pueblo de los salvados.

Jesús vivió la santa Cena a la presencia amorosa del Padre y trató de que sus amigos vivieran intensamente la misma experiencia, envueltos en la reconfortante conciencia de saberse amados, acogidos, convidados a la vida divina, una vez que serían justificados por Jesús, a través del paso por la cruz y la pasión, de la que también a ellos tocaría participar indirectamente. En la aceptación amorosa por Jesús de la tragedia que le venía encima quedábamos implicados también sus futuros seguidores y explicado el sentido de nuestro esfuerzo, nuestro dolor y nuestra misma muerte.

Esta tarde se nos brinda la ocasión de unirnos a los pensamientos y al estado de ánimo de Jesús, la víspera de su pasión, y de preguntarnos cómo le seguimos a nivel de fe, en la práctica del Sacramento de la santa Cena, y en la vida ordinaria. Es decir: cómo aceptamos los criterios de vida de Jesús y cuál es nuestro progreso día a día en la adhesión personal a él. También nos podemos preguntar si nos sentimos integrados a la comunidad y hasta dónde formamos parte del grupo de sus incondicionales. La celebración dominical de la Eucaristía es un espacio y un tiempo privilegiados para revivir fervientemente el misterio que esta tarde celebramos tan solemnemente y el que celebraremos mañana y el día de Resurrección, como práctica sacramental del itinerario de nuestra salvación: por la unión libre y espontánea a la pasión de Jesús, queda garantizada nuestra participación en su gloria de Resucitado.