Hermanos míos y amigos:
Es tarea difícil conseguir el reconocimiento de la dignidad de la persona humana; es casi imposible que todas y cada una de las personas puedan ejercer sus derechos básicos y se cree un clima favorable en la sociedad, para que sea satisfecha la necesidad profunda de realización personal a que todos aspiramos de manera irrenunciable. Para avanzar siquiera lentamente en este proceso ha sido necesaria la intervención de personajes históricos con clarividencia, voluntad y generosidad. Podemos mencionar entre ellos a Ciro, rey de Persia que, en tiempos del exilio de los hebreos, firmó a favor de ellos un edicto de libertad y les asignó subvenciones para la reconstrucción de su patria. En nuestros tiempos no podemos menos que reconocer y elogiar al Papa Juan Pablo II, quien se ha declarado sin complejos defensor de los derecho de todos los hombres y ha ayudado eficazmente a la restauración de las libertades democráticas en la Europa del Este y en la América Latina.
En esta misma línea la Biblia está llena de personajes que, protegidos por Dios, han sido los libertadores del pueblo. La primera lectura nos habla hoy de David, quien mantuvo la unidad del pueblo durante su largo reinado y lo condujo a la libertad y prosperidad. Le había dicho el Señor: Tu serás el pastor de mi pueblo Israel. Él lo cumplió de tal manera que, promoviendo la unidad y la libertad, fue rey según el corazón de Dios.
Todos aquellos personajes, incluidos los bíblicos, no son sino sombra y figura de Cristo, rey del universo; porque por él, el Padre, nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. A Jesucristo, en efecto, el Padre ha encomendado la misión de recapitular y reunir el mundo entero y a todos los hombres para el designio divino de salvación, pues en el inicio mismo de la creación, como dice San Pablo, por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra.
Aquello que había estado presente en el plan de Dios desde la creación quiso terminarlo por medio de la redención, dado que el mundo, corrompido por su propia culpa, necesitaba ser salvado y liberado del pecado, de todo mal y de toda esclavitud, por obra de Jesús: de su vida ofrecida generosamente y de su muerte aceptada por amor.
El evangelio nos da a entender que la salvación viene del Crucificado: Dios reina por la cruz de su Hijo. El rótulo puesto en la cruz de Jesús decía: Jesús, el Rey de los judíos. Y él, que se escabulló cuando querían hacerle rey temporal, en el proceso, delante de Pilatos, confesó: Sí, yo soy rey. Después, subido a la cruz, ejerció sin demora su poder real de liberador cuando respondió al ladrón arrepentido: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Nuestro mundo, angustiado por tantos problemas, por tanta maldad y tantas servidumbres, no tiene más que un Rey a quien puede volver confiadamente su mirada y del que puede esperar el perdón de sus pecados y la salvación. Los grandes personajes de la historia pueden dar pequeños pasos a favor de la dignidad de los hombres, pero, sólo Jesús es el Rey que puede reconciliar todo el universo con su Padre. Aclamar a Jesús como Rey nuestro es confesar nuestra fe y nuestra confianza en él y ponernos en sus manos para entrar de verdad en el designio universal de salvación.