Domingo XXX del tiempo ordinario (C)

Hermanos, en el Señor:

Estamos convencidos de que guardar las normas, las leyes y los reglamentos, como lo hacían los fariseos, es en sí mismo un procedimiento irreprochable. El primero de los dos hombres que subieron al tiempo a orar -según el mismo proclamó- no era ladrón, injusto ni adúltero, sino que , además, ayunaba dos veces por semana y pagaba la décima parte de todos sus ingresos. Concedemos de buena gana que un tal comportamiento es bastante correcto. No todo el mundo, por desgracia, llega hasta ahí.

Con todo, una vida de este calibre tiene un grave inconveniente: que se limita a la observancia estricta y escrupulosa de las leyes, de lo que le está impuesto desde fuera. Podríamos afirmar que es una conducta correcta pero insuficiente, porque acaba reduciendo al mínimo su espacio vital que queda materializado en un moralismo a secas. Podríamos preguntarle: ¿Qué pasa cuando la conciencia o el simple sentido común humanitario va más allá de lo que está prescrito por la ley?

Resulta que aquel comportamiento es, en el fondo de su intención, la estricta observancia de la ley por la ley, y el único móvil consistente es el egoísmo de sentir tranquilizada la propia conciencia. Todo lo que pretende el sujeto es poder dormir tranquilo mirándose a si mismo y a su bienestar personal como el objetivo más importante de su vida. Ésta es una manera espiritual de vivir que hace personas encorsetadas y centradas sobre si mismas, sin alas ni espacio para volar, sin miras altruistas y generosas que le moverían a mirar a su entorno, al mundo que le rodea para ver qué hace falta ahí y qué puede hacer para que otros puedan también vivir con dignidad y tranquilidad, y el mundo sea un poquito mejor para todos.

Para que el mundo sea mejor y la humanidad avance hacia una situación esplendorosa, como correspondería a hijos de Dios llenos de esperanza, se precisan muchas personas con una visión espiritual más amplia, de manera que, sin perder de vista el cumplimiento de las leyes y los mandamientos, se fijen como objetivo irrenunciable de sus vidas el amor y la práctica del bien más allá de lo que está mandado, hasta hacer de sus vidas un servicio desinteresado a favor de los demás; actitud en la cual florece, para el sujeto que la practica, el máximo espacio de felicidad sin barreras, cortapisas ni sombras.

Personas con una mentalidad así se pierden de vista a si mismas, mirando a la humanidad, globalmente considerada como un solo pueblo, una comunidad destinada por Dios al éxito final comunitario. El mensaje de la revelación es claramente éste: un pueblo escogido, un pueblo santificado, un pueblo salvado; unidos todos los hombres por un único destino y una misma suerte. Un pueblo salvado compuesto por personas individuales salvadas. En este sentido debe entenderse quizás el pensamiento de algunos santos, cuando afirman que ninguno se salva solo y ninguno se pierde solo. ¿Entendemos nosotros esta visión global de la Historia de la salvación?