Domingo XXVII del tiempo ordinario (B)

Mis amados hermanos:

Hemos comenzado la liturgia de la palabra con la lectura del Génesis sobre la creación del hombre y de la mujer. El lenguaje empleado en la narración no es ni quiere ser científico, sino figurativo, circunstancia que nos autoriza a una interpretación no literal, sino imaginaria; en la cual no obstante, hemos de saber interpretar el mensaje del escritor sagrado, cuya intención es la de transmitirnos la creencia ancestral del pueblo de Israel, según la cual el genero humano (el hombre y la mujer) tiene su origen en Dios, han sido creados por Dios, igual que el universo, las plantas y los animales que pueblan la tierra. En el correr de los siglos, el hombre, dotado de inteligencia por el mismo Dios, irá investigando de qué manera fue hecha por Dios la creación, llegando a conclusiones harmónicamente sorprendentes, tanto en la manera -pensemos en la hipótesis del evolucionismo- como en la lejanía de los tiempos, en que se barajan millones y millones de años.

La hipótesis más verosímil, si nos atenemos los descubrimientos de las ciencias modernas, es el proceso evolutivo desde las formas más primitivas de vida, hasta llegar a la aparición del hombre, la forma más perfecta de la misma. Según esta teoría, las primeras formas de vida estarían dotadas de un código genético evolutivo que, saltando de un eslabón a otro en un proceso creciente de perfección, aparecerían los más variados modelos de vida que conocemos, coronados todos ellos por la aparición del hombre sobre la tierra. En el origen de todo el proceso y en el seguimiento del mismo está presente la mano poderosa de Dios, creando constantemente con infinita sabiduría y amor. La creación, por tanto, no es un acto divino hecho y acabado en el momento inicial, sino un desarrollo y transformación que sigue indefinidamente. Según este pensamiento, Dios es eternamente creador.

De esta manera, Dios comparte su infinito amor con el hombre y lo materializa en el don reproductivo del hombre y la mujer, regulado por el instinto paternal y maternal al servicio de la prole, asegurando la protección física y espiritual de la misma y su formación humana, proyectada a la perfección. Así, cada pareja humana será un eslabón más en la obra creadora de Dios, constituyendo una unidad reproductora, conforme a las palabras del Génesis: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.

Es de sentido común que la procreación y la protección de los hijos reclama una continua estabilidad de la pareja, confirmada plenamente aquella estabilidad por las palabras de Jesús: Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Solamente cuando se da tal estabilidad los padres son verdaderos colaboradores de Dios en la transmisión de la vida. Solamente así el matrimonio se inscribe en el plan universal de Dios, que todo lo ha creado y lo ha destinado a sí mismo.

Y, así, la creación entera que ha salido de Dios, vuelve a él gloriosamente, cerrando en la eternidad, el círculo que tuvo su principio en el espacio y en el tiempo.