Domingo XXIV del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

Cuando se produce una riña entre personas que el amor o la amistad debería unir -pensemos en esposos, hermanos, padres e hijos, amigos- las personas implicadas sienten un malestar y agobio que no les deja vivir. Mas, tan pronto como se puede llegar a la reconciliación, por más difícil que haya sido, y aún en el caso de haber tenido que ceder todos un poco, sienten un alivio y una alegría que les ilumina la mirada, dilata los corazones y une las manos. El proceso que hemos descrito viene a ser como el modelo y la experiencia del mal y su remedio, de la culpa y su perdón.

El pecado está presente dramáticamente en toda la historia de la salvación, a causa de la rebelión del hombre contra el plan de Dios, o lo que es lo mismo, a causa del desenfreno de la libertad mal entendida, en contra de lo razonable, correcto y honesto. Los resultados se expresan de diversas maneras, siempre con inevitables consecuencias que conllevan dolor, amenaza de castigo, mala conciencia y desesperanza. Siempre, igualmente, sin faltar nunca, hace acto de presencia la actitud amorosa y reconciliadora de Dios, que toma indefectiblemente la iniciativa para llegar al perdón.

Las lecturas de hoy nos han ofrecido casos concretos del proceso de pecado – perdón: como lo del becerro de oro de los israelitas en el desierto. Moisés permaneció en la montaña cuarenta días. El pueblo, cansado de esperar, no percibe la presencia de Dios y, no sabiendo resistir la oscuridad de la fe, decide fabricarse un ídolo de oro fundiendo las joyas traídas de Egipto. De aquella manera -pensaron- tendrían un dios a su medida, hecho por ellos mismos; podrían verlo y tocarlo y hacerse la ilusión de estar protegidos. Es un fenómeno que se repite constantemente en todos aquellos que no son capaces de aceptar la oscuridad de la fe y, cansados de esperar, de creerse desprotegidos, de no poder ver ni entender a Dios, se construyen sus ídolos y los adoran, olvidándose del verdadero Dios.

La presencia del pecado da ocasión para evidenciar el amor y el perdón de Dios. Aunque en un primer momento se tiene la impresión de auscultar la indignación de Dios, porque no puede menos de rechazar el mal cometido, como dice el libro del Éxodo: Mi ira va a encenderse contra ellos hasta consumirlos; inmediatamente prevalece su amor y su misericordia, porque dice: Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.

En la carta a Timoteo, San Pablo nos cuenta emotivamente el perdón generoso de que ha sido objeto. Él, que antes blasfemaba contra Jesús, le perseguía e injuriaba, ahora, no solamente ha sido perdonado, sino que le ha sido confiada la importante misión de evangelizar a los paganos.

En la vida de Jesús son innumerables las actitudes y gestos para dar a entender la ternura y generosidad con que el Padre espera, busca y perdona a los pecadores arrepentidos. Numerosas son también las parábolas empleadas a este fin, como la de la oveja o la moneda de plata perdidas. Con ellas parece como si Jesús exagerara la ternura y el amor del pastor por una sola oveja o el interés de la mujer por una pequeña moneda de plata, para exaltar el amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Cuando una persona llega al punto de creer y aceptar el amor gratuito de Dios por ella y por todos los hombres y su deseo de reconciliación, ha encontrado al verdadero Dios.