Amigos y hermanos en el Señor:
Israel era el antiguo pueblo elegido. A él habían sido enviados personajes clave, para que le guiaran en el descubrimiento y la adoración del único Dios. Tales fueron los Patriarcas y los Profetas. A Israel fue confiada la revelación escrita, para que testimoniaran delante de todos los pueblos el proyecto universal divino. Aquel pueblo elegido había sido arrancado de la esclavitud extranjera y recogido en una tierra privilegiada. A Israel fueron hechas las promesas, que culminarían en la venida del Mesías Salvador.
Aquellos hechos favorecieron la aparición de una mentalidad elitista que sea afianzó progresivamente con el tiempo. Llevados por aquella mentalidad, llegaron a pensar que, el suyo, era el único pueblo que Dios quería salvar; que Dios, en cierta manera, se desentendía de todo aquél que no fuera israelita. Aquí se equivocaron, interpretando torcidamente la voluntad de Dios. Bien es cierto que algunos profetas, Isaías, por ejemplo, entendieron que su Dios era el Dios de todos los hombres, fueran de la nacionalidad que fueran. El profeta lo expresa así: A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores (…) los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios.
A pesar de ello, el pueblo no lo entendió. Sus corazones se endurecieron por el orgullo de la etnia y del nacionalismo excluyente. Ofuscados como estaban no supieron reconocer al Masías, cuando apareció y, los pocos que lo aceptaron, siguieron pensando que el Mesías había sido enviado solo a Israel. Los mismos Apóstoles tienen problemas a la hora de comenzar su misión. San Pablo es el primero que entiende la misión universal de Jesús, y se convierte en el Apóstol de los gentiles, anunciando en territorios paganos, la muerte y la resurrección de Jesús por la salvación de toda la humanidad. Es en este contexto que escribe a los romanos, lamentando la actitud de los judíos ante la persona de Jesús, y alegrándose porque, ahora, al revelarse ellos (los judíos), habéis obtenido misericordia.
El pasaje del Evangelio de hoy contiene una perfecta lección de esta misión universal. Una mujer cananea, de la región de Tiro y de Sidón -pagana- sale al encuentro de Jesús, gritando: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Jesús, consintiendo de mala gana la mentalidad judía, dijo: Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. (…) No está bien echar a los perros el pan de los hijos. La mujer respondió: Tienes razón, señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. A lo que Jesús respondió: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.
Desde ahora, nosotros, no nos podemos considerar privilegiados ante Dios ni despreciar a personas que por su raza, religión, lengua o cultura, son diferentes de nosotros. Muy al contrarió: veremos a todas las personas como hijos de Dios, al mismo nivel nuestro, y tan amadas como lo somos nosotros. La humanidad es una sola familia, y Dios es el Padre que no hace entre nosotros ninguna diferencia.