Domingo XVIII del tiempo ordinario (B)

Hermanos míos en el Señor:

El hombre vive siempre en estado de necesidad. A diario, podría salir de nuestros labios la plegaria litúrgica de este domingo: Ven, Señor, en ayuda de tus hijos; derrama tu bondad inagotable sobre los que te suplican. He ahí, pero, que en los momentos favorables de la vida, no nos acordamos de Dios y pretendemos valernos por nosotros mismos y, arrogantes y altivos, pensamos: ¿Para qué tenemos que acudir a Dios si tenemos juventud y fuerza, salud y dinero, trabajo y un futuro que nos sonríe?

Bastará cualquier contratiempo, del orden que sea, que puede producirse en un abrir y cerrar de ojos, para que nos sintamos abocados a la impotencia y veamos como se derrumban los proyectos preferidos. Parecida fue la suerte del pueblo de Israel, aquél que lo había dejado todo para salir de la esclavitud de Egipto. Pronto de su salida, el pueblo entró en el desierto y se vio obligado a suportar su aridez y a seguir sus escabrosas rutas. En aquella situación no tuvo a otro de quien fiarse sino a Dios. Nadie más que él podía abastecerles de pan, carne y agua.

Aquel relato bíblico es un muy expresivo símbolo de nuestra travesía por el desierto de este mundo. Puede que en este momento te sea imposible ver este mundo como un desierto; lo verás un día, cundo menos lo pienses, y, entonces, te convendrá de veras saber decir un sí a Dios desde el fondo de tu alma y reconocer humildemente que eres un ser sin recursos, que eres dependiente y relativo; necesitarás la humildad suficiente para decir: Ven, Señor, en mi ayuda; derrama tu bondad inagotable sobre mí.

Ninguno de nosotros ha entrado en el buen camino mientras no haya asimilado perfectamente dos conceptos que parecen contradictorios: el primero, la realidad de la propia pobreza, la incapacidad personal de conseguir el propio destino eterno; la dependencia total de Dios. El segundo concepto es nuestra grandeza ante Dios, hasta el punto de ser objeto predilecto de su amor. ¿Cómo se compagina eso de ser nada en nosotros mismos y de ser grandes a los ojos de Dios?

La clave está en que somos importantes no por el hecho de existir, sino porque somos amados. Es por esta razón que ninguna persona es grande si vive al margen de Dios y que, solamente acercándonos a él por la fe, la esperanza y el amor, podemos conseguir que nuestros contravalores y carencias se conviertan en valores altamente positivos y en rica plenitud. La leña se torna fuego cuando es presa del fuego, y el hombre alcanza valores de eternidad cuando es apropiado por el Eterno. Ahora bien, Dios no se apropia de nadie sin su consentimiento, sino de aquél que dice: Ven, Señor, en mi ayuda.

El evangelio evoca el error de los judíos que buscaban en Jesús un milagrero que les alimentara con un manjar que perece, cuando él les ofrecía el alimento que perdura para la vida eterna. Al oír esto, le suplicaron: Señor, danos siempre de este pan. Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed«.