Domingo XIII del tiempo ordinario (A)

Amados hermanos:

El cristiano comienza con el Bautismo el seguimiento de Jesús. Es una ruta nueva, diferente. Ya no andará en solitario, sino en comunidad en pos del Señor Jesús. Es también el inicio de una nueva vida: por el bautismo morimos en lo que se refiere al pecado, pero vivimos para Dios, y creemos que nuestra nueva vida persistirá para siempre en Cristo y con él. Es una vida sobrenatural conducida y guiada, no por los sentidos o por la razón, sino por la fe. Una fe obscura, por no entender lo que creemos, pero segura porque sabemos de quien nos hemos fiado.

Empieza siguiendo a Jesús y haciendo comino junto a él. En este seguimiento, el cristiano fiel experimenta cabe sí la presencia de quien le guía. El Espíritu de Jesús se deja sentir dentro de nosotros en forma de compañía y de arrimo. No le vemos, pero lo experimentamos; no entendemos los misterios de la fe, pero nos sentimos seguros como el recién nacido en los brazos de sus padres. Es un seguimiento reconfortante por la seguridad que nos transmite, y exigente, por la fidelidad y la entrega de quien nos guía.

Jesús, nuestro compañero de viaje y guía, se nos da enteramente y nos lo da todo. El nos ha dicho en el Evangelio -y nuestro corazón lo sabe- que también nos lo pide todo: amarle más que nada y que a nadie: más que al padre y a la madre, más que a los hijos e hijas. Más que la propia vida. Y no estaría bien que los demás se sintieran celosos de nuestro amor preferente por Jesús, puesto que es aquel amor el que nos da voluntad y fuerza para acoger y amar a los demás como no los podríamos amar sin él. El mismo nos mandó acoger al profeta y al justo, y nos aseguró que el que dé de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.

En el seguimiento de Jesús, habremos de contar también con la dificultad y la cruz. Hemos escuchado que nos decía en el evangelio: El que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. La cruz de superar nuestro egoísmo y nuestra flojera, la cruz de escoger entre el bien y el mal, la cruz de ser valientes a la hora de decidir qué ideales nos proponemos, qué valores queremos potenciar y qué medios queremos emplear para avanzar en su seguimiento y conseguir las riquezas interiores que él nos propone.

El resultado de este viaje, bien llevado, será la fertilidad de nuestra vida. La primera lectura nos hablaba de la mujer sunnamita, que no tenía hijos y a la que Dios hizo fecunda por intercesión del profeta Eliseo. Así también, nuestra vida que en otras circunstancias sería estéril, se tornará fecunda por la presencia de Dios en nosotros.