Domingo VI de Pascua (B)

Hermanos y amigos:

El amor es la fuerza suprema de la persona humana y, al mismo tiempo, la necesidad más apremiante que experimentamos, desde el nacimiento hasta la muerte. Amar y sentirnos amados es un bien irrenunciable por el que suspiramos de una u otra manera, durante toda la vida; y muchos de los esfuerzos y actividades que nos imponemos, tienen su origen en la necesidad de ser reconocidos y amados.

Como sea que vivimos muy a ras del suelo, frecuentemente nos contentamos con un amor inmediato y cuantificable de los que nos rodean, aunque sea frágil e inseguro; y no recordamos que el verdadero amor brota necesariamente de su Fuente natural. El amor es de Dios, nos ha dicho San Juan, porque Dios es amor. Se puede afirmar que no hay más amor verdadero que el que viene de Dios. Las demás situaciones que consideramos amor, no pasan de ser sucedáneos, como es comprobable por la cantidad de desengaños y frustraciones que frecuentemente generan.

El verdadero amor es valoración de la persona amada, interés por el bien de ella, disposición para ayudarla, respeto por su manera de ser, donación personal al otro, atención a sus necesidades y voluntad inquebrantable de hacerla feliz. Cuando uno ama verdaderamente, el otro es el importante.

A causa de la débil capacidad de amar de los humanos, encontramos pocas personas que nos puedan amar de aquella forma, si es que encontramos alguna; al tiempo que, también a nosotros nos resultará difícil dar a alguien un amor tan puro; razón por la cual el amor humano es gravemente condicionado e inseguro y, no pocas veces, causa de grandes sufrimientos.

Pero el amor de Dios es diferente: Dios es amor. Y aquel infinito amor irradia sobre nosotros como sol refulgente y vivificante. Hemos leído en San Juan: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.

Jesús nos comunica el amor del Padre, lo hace visible y palpable. Así lo dijo él mismo: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Y su amor es universal, es decir: para todos los hombres sin distinciones, como consta por los Hechos de los Apóstoles: Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nacionalidad que sea. Encima de esto, sabemos que Dios nos ama incluso si nosotros le negamos nuestro amor, porque nos tiene dicho que quiere que todos los hombres se salven.

Jesús nos anima a corresponder al amor de Dios. Nos toma por sus amigos y nos da a conocer todo lo que ha oído de su Padre, nos recomienda mantenernos en el amor que él nos tiene, por la observancia de sus mandamientos; porque es necesario que el amor se convierta en obras. Así como el amor que Dios nos tiene se manifiesta por la obras que ha hecho y hace a nuestro favor, así también, nuestro amor por él es necesario que vaya acompañado de obras propias de hijos suyos.