Domingo V del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

Qué dicha la nuestra si pudiéramos tener un conocimiento adecuado de Dios! El profeta Isaías tuvo un visión que él explica de esta manera: Vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso. (…) Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro, diciendo: ¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Tan solo los elegidos pueden tener en esta vida una visión clara de Dios. La mayoría de nosotros hemos de conformarnos con tener de él un conocimiento muy limitado, fruto del esfuerzo de la razón natural y de la fe; aunque, bien pensado, no nos hace falta más, porque la fe nos lleva al amor, y amarle es poseerlo.

Los hombres y mujeres de todos los tiempos somos llamados a alcanzar el conocimiento de Dios por razón y fe, puesto que Dios mismo pone los medios para que podamos llegar a él, cuando se ocupa de enviarnos signos, señales y mensajeros. Cuando Isaías vio a Dios alcanzó conciencia clara de haber sido elegido para ir a anunciar su nombre y la misión le pareció una carga excesiva. Por ello, exclamó: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros (…) he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos. Intentó Isaías rehuir el encargo pero, al final, no pudo negarse y respondió: Aquí estoy, mándame.

En el fondo, todos sin excepción tenemos hambre y sed de conocer a Dios que es la suma Verdad; un hambre y una sed que vine naturalmente inscrita en nuestros corazones, porque hemos sido hechos para él y padecemos gravísima necesidad en tanto que nuestro conocimiento y amor carecen de él. Dios es la Vida de nuestra vida. Hemos leído en el Evangelio: La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios. (…) Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.

Durante su vida pública, Jesús preparó a unos hombres para que continuaran anunciando al mundo el nombre de Dios y su oferta de salvación para todos, como queda patente en el Evangelio que hemos escuchado. Nos ha dicho: Cuando acabó de hablar, dijo a simón: ‘Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Sobrevino entonces la pesca milagrosa y Pedro, admirado, se arrojó a los pies de Jesús. Jesús dijo a Simón: ‘No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo lo siguieron.

Puede que en nuestro tiempo tengamos los sentidos y la mente embotados. Nos hemos rodeado de confort y nos protegemos con un cúmulo de previsiones que pueden jugar en nuestra contra, haciéndonos creer que no nos hace falta ocuparnos de conocer a Dios ni de esperar nada de él. Esta realidad, si nos afecta, siquiera agazapada en nuestro subconsciente, coloca en falso nuestra vida presente y nuestra esperanza futura. Quizá ahora más que en otros tiempos, nos conviene tener en cuenta aquella frase célebre de San Agustín: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti. Porque ahora, como en tiempos de Jesús, duerme en nosotros una esperanza que va más allá de cuanto puede ofrecernos la cortedad y la incertidumbre de la vida presente, puesto que nuestros más recónditos anhelos, si bien los atendemos, apuntan a una eternidad sin fin.