Domingo V de Pascua (C)

Amados hermanos, en el Señor:

Acabamos de escuchar en el Evangelio el mandamiento nuevo de Jesús. Él es original incluso a la hora de dejarnos su mandamiento. Recordemos, para entender mejor la novedad del mandamiento de Jesús, que los mandamientos de Dios en el Sinaí fueron diez y que la ley de Moisés los diversificó en gran número de preceptos y que, después, los maestros de la ley y los intérpretes se encargaron de multiplicarlos, hasta confeccionar un código inacabable de prohibiciones y prescripciones. Parecido es lo que ocurre en el ámbito de la ley civil, donde los estados someten a los ciudadanos al yugo de un cúmulo inacabable de leyes que crece sin parar, en cualquiera de sus ramas: Código de lo civil, de lo criminal, de circulación, etc.

Por el contrario, Jesús dejó a los suyos un solo mandamiento que va a la raíz de todo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también vosotros. Es, efectivamente, un mandamiento nuevo, aunque lo comparemos con el parecido antiguo, que se formulaba así: Amarás al prójimo como a ti mismo. El punto de referencia, el modelo a seguir en ambos casos marca la diferencia entre uno y otro e innova totalmente el sentido. Una cosa es, en efecto, tomar como referencia nuestra autoestima, y otra bien distinta fijarnos como meta el amor de Jesús a la humanidad.

Puesto que, si amamos a los demás como a nosotros mismos, es cosa plausible, pero imperfecta. ¿O es que alguno de nosotros está plenamente satisfecho del amor que se tiene a sí mismo? Porque amarse de verdad comporta buscar siempre y en todo lo que es mejor para uno mismo; siendo lo mejor, algunas veces, no lo que más gusta, sino lo que más conviene. Sabemos, por el contrario, que hay amores que matan. Acontece también que, pensando que nos amamos, nos causamos graves daños, en ocasiones irreparables. A causa de ello, si amamos al prójimo como a nosotros mismos, podemos hacerlo de forma inadecuada e incluso perjudicarle más o menos.

El mandamiento nuevo de Jesús nos propone otro punto de referencia. Nos dice: Tal como yo os he amado. Amar al otro como Jesús presupone amarle sin condición ni prejuicio alguno, amarle siempre, amarle hasta el extremo; porque Él lo ha hecho y lo hace así. Amar al prójimo como Jesús es buscar y procurar, en todo y siempre, el mejor bien para el otro. Es decir, este amor va mucho más allá de una invitación a mantener buenas relaciones mutuas, a evitar hacerle mal a nadie, a guardar buenas formas y cultivar para con el otro buenos sentimientos. Sería amar como Jesús cuando nuestra manera de ser y de obrar estuviera orientada, básicamente, al bien de los demás; cuando se pudiera afirmar de nosotros que vivimos para los demás.

Comprendemos fácilmente que un amor tan perfecto, más que una realidad sólidamente consolidada en nosotros, se reduce a una aspiración sincera y firme que, a pesar de las deficiencias, marca un estilo de vida diferente que hemos de mejorar sin tregua, en la medida en que nuestra vida interior se vaya anclando firmemente en Dios. Como lo hace Jesús que, estando en el Padre, hace realidad también en nosotros el infinito amor de Dios.

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