Domingo V de Cuaresma (C)

Amados hermanos:

Tenemos dos posibles maneras de dirigir nuestra mirada interior sobre los acontecimientos, las cosas o nosotros mismos: fijarnos en los recuerdos -el pasado-, o mirar las posibilidades -el futuro-; o dicho de otra manera: mirar hacia atrás o hacia delante. En el primer supuesto, nos oprime el desencanto, la nostalgia de un pasado que no volverá; sensación de pérdida y, a veces, incluso de remordimiento. Pensar y vivir en el pasado, de los recuerdos, configura un carácter pesimista y de frustración, porque lo pasado, por hermoso que haya sido, jamás volverá.

Si, por el contrario, optamos por mirar al futuro cultivando el entusiasmo creador, y los ideales anhelados; creyendo en las oportunidades siempre nuevas; viviendo de fe y de esperanza depositadas en nosotros mismos, en los demás y, muy particularmente, en nuestro Dios, mantenemos el espíritu abierto y la motivación capaz de levantar los ánimos para superar obstáculos y emprender notables proyectos. En conclusión, se trata de dos maneras de pensar y de vivir que conforman dos clases de personas: los pesimistas, que se engañan siempre porque la nostalgia nunca es causa de actividad constructiva y los optimistas, que tienen finalmente razón, porque confían en la vida.

Las personas clarividentes siempre han sido optimistas; como el profeta Isaías cuando, en el exilio, ayudó al pueblo a dejar de pensar en las maravillas que Dios había hecho por sus antepasados en la salida de Egipto y el paso por el desierto. Les decía: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Con ello quiere decir que, lo que Dios tiene reservado para el pueblo es inmenso, incomparablemente mejor que lo que hizo por ellos hasta entonces. La visión de futuro del profeta Isaías incluye la promesa del Masías, que será capaz de saciar todas las esperanzas del pueblo y de transformar completamente el corazón del hombre.

San Pablo, en la carta a los filipenses, considera como pérdida y estima como basura las ventajas que tuvo en el pasado, cuando era un judío fervoroso, comparado con el valor que tiene haber conocido a Cristo, el Señor. Ahora que ha ganado a Cristo y se siente incorporado a él y a su proyecto, se considera interiormente justo, con aquella justicia que Dios da a los creyentes, por haber creído en Cristo. Ahora tiene el camino abierto ante si, y vive lleno de ilusión para obtener aquella plenitud que busca; y corre con la esperanza de ganar el premio que considera ya seguro, porque Cristo Jesús lo obtuvo para él. Su esperanza es total y, con ella, se lanza hacia lo que está por delante. Aquella encendida disposición llena a Pablo de una vida generosa, fecunda y feliz.

El pasaje del Evangelio de Juan nos describe el encuentro emocionante de la miseria humana con la misericordia divina. Los escribas y fariseos que le traen a la mujer adúltera, se fijan en el pasado de ella y quieren que se le aplique la ley, apedreándola. Jesús no quiere entrar en su juego, porque ninguno de ellos puede pronunciar el juicio justo. Ellos no son aptos para juzgar porque también tienen un pasado pecador. Habría que empezar por juzgarles a ellos.
Es Jesús quien ejercerá el juicio a la manera del Padre: no condenando, sino salvando. Dios no condena porque mira al futuro, al proyecto que tiene amorosamente establecido para cada persona.