Domingo IV del tiempo ordinario (B)

Hermanos y amigos míos:

Si la presencia de Dios, en la que vivimos inmersos, se hiciera perceptible a los sentidos o evidente a la inteligencia, no la podríamos resistir. No, ciertamente, por temor, sino por excesivamente admirable y placentera; porque la inmensidad y la santidad de Dios sobrepasan la capacidad de nuestros sentidos y de la inteligencia, en el estado actual. Lo entenderemos mejor con una comparación: la vista humana en ningún modo podría mirar directamente el disco solar, porque la retina es incapaz de admitir semejante caudal de luz.

El pueblo de Israel, en el desierto, tuvo alguna experiencia sensible de la presencia de Dios, y quedó azorado hasta tal punto, que pidió al Señor no volver a escuchar aquella voz y no ver más aquel terrible incendio. Entonces, dijo el Señor a Moisés: Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. Desde aquel momento, el pueblo habrá de escuchar las palabras del profeta y guiarse por ellas.

Muchos profetas fueron enviados por Dios al pueblo de Israel para comunicarles, por su medio, su palabra. De este modo, la presencia de Dios y su ley, filtradas por la palabra y el gesto de unos hombres elegidos de entre la comunidad, se hacía presente al pueblo y, con el liderazgo de los profetas, el pueblo escogido fue avanzando hacia las promesas, hasta que llegó la hora del Superprofeta Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.

Cuando él apareció, todo el mundo vio la diferencia: cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. (…) Todos se preguntaban estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen».

En la persona de Jesús, Dios se ha aproximado a los hombres que ya no se atemorizan, porque la majestad de Dios queda velada tras la humanidad de Cristo, que tiene palabras de vida eterna, y su presencia ejerce un poder infalible sobre el misterio del mal. La palabra y la presencia de Jesús difiere enormemente de la palabra y la presencia de los profetas, porque, mientras los profetas no pueden hacer más que traer información e iluminar el camino, Jesús tiene efectivamente poder personal libertador. Los profetas denuncian el mal presente y urgen los medios para superarlo; en cambio, Jesús lo supera personalmente y lo vence. Los profetas recuerdan la promesa de Dios y la mantienen viva, pero Jesús explica y demuestra que ha llegado la hora de su cumplimiento.

Esta es la gran novedad de la presencia de Jesús: el mal ha sido vencido, se ha inaugurado el reino de Dios y, en él se ha hecho visible y asequible el rostro de Dios.

Los que, por la fe, la esperanza y el amor, se adhieren a Jesús, han iniciado un proceso que va superando el mal progresivamente hasta extinguirlo, al tiempo que la vía que conduce, por el camino de la libertad de los hijos de Dios, a la propia glorificación.