Domingo III de Cuaresma (B)

Amados hermanos en el Señor:

La fe en el Dios vivo, único y verdadero, silenciosamente presente en nuestra vida y en toda la creación, podría ser comparada a un camino espacioso y seguro para llegar a nuestra realización personal. Nada de mayor importancia nos podría suceder, como progresar en el conocimiento, el amor y la adoración, en fe, de nuestro Dios. Antiguamente, la humanidad no podía conocer a Dios más que a tientas, como entre nieblas, pero, afortunadamente, en los nuevos tiempos, por la presencia de Jesús en el mundo, se nos han abierto las puertas a un conocimiento más directo y cercano.

Por ser la fe una vía de acercamiento a Dios que, aunque del todo segura, va muchas veces por sendas de oscuridad, en todas las generaciones han existido grupos que han intentado el acercamiento a Dios por atajos, como sea servirse de espacios naturales llamados lugares sagrados, de símbolos, de objetos, de ofrendas, con la intención de exteriorizar su fe y su reconocimiento al Dios invisible. Con todo, algunas veces, los devotos se han excedido en el uso de lugares u objetos, hasta el punto de depositar su confianza en aquellos medios, más que en Dios. En aquellos casos, los medios usados se convierten en ídolos o fetiches que antes alejan de Dios al devoto, que lo disponen a ser amorosamente acogido.

Otro aspecto negativo consiste en que, por la codicia humana, casi siempre se han explotado negocios alrededor de lugares y objetos sagrados, convirtiendo así la casa de Dios en cueva de ladrones. En aquella ocasión, Jesús devolvió las cosas a su sitio expulsando los vendedores del templo y enseñándonos a purificar nuestras intenciones cuando entramos en la casa de Dios. Y les dijo: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

El libro del Éxodo prohíbe rigurosamente las imágenes y otros representaciones de Dios y de lo sagrado y nos convida a adorar a Dios con el culto interior del corazón. Oración y culto que se ha de traducir después en el cumplimiento de los mandamientos de Dios.

La Iglesia católica permite la veneración de imágenes, siempre que ésta se entienda como estímulo y ayuda para conectar más fácilmente con el misterio que representan. Las imágenes de Jesús y de María en especial nos han de servir como punto sensible de partida para recordar su mensaje, imitar su estilo de vida, implorar su ayuda y despertar en nosotros su amor.

Se equivocaría quien esperara milagros por mediación de las imágenes, cuando lo que importa es el ejemplo de vida de los santos y especialmente de María y Jesús, que pasó por la vida haciendo el bien, dedicado exclusivamente al amor del Padre y al servicio de los demás. El Mesías crucificado por fidelidad a su misión, pero resucitado por el poder de Dios y hecho camino de salvación para todos los que creen en él.

Por el bautismo nosotros estamos en su camino y vivimos unidos a él. Hagamos de verdad nuestro su proyecto, traduciendo en obras de fe y amor nuestra relación personal con él, que vive resucitado en medio de nosotros.