Domingo II después de Navidad (C)

Amados en el Señor:

¡Qué bello es el pensamiento dominante de la liturgia de hoy! En efecto, Jesús es presentado como la sabiduría de Dios que ha venido a plantar su tienda de acampada entre nosotros, y también, como la luz verdadera que brilla en la tiniebla, o como la vida que era la luz de los hombres. Una sabiduría, una vida y una luz que fue creada antes del tiempo, desde el principio, y que nunca jamás dejará de existir. Por su venida al mundo se ha establecido en Sión, es decir, en medio de su pueblo y allí ha echado raíces. Éste, hermanos, es el misterio que estamos reviviendo mientras celebramos las fiestas navideñas.

Jesús, sabiduría y luz de Dios, ha venido al mundo para iluminar a todos los hombres, porque éstos, sin Dios, somos oscuridad, y es en esta oscuridad donde resplandece la luz verdadera que, aunque puede ser rechazada, nunca jamás podrá ser sofocada. La luz de Dios que aparece en Jesús es la vida de los hombres y del mundo que, malogradamente, no ha sido reconocida por todos, ni tan solo por la mayoría; siendo así que nos basta una mirada, sin prejuicios, a nuestro alrededor para darnos cuenta de que la luz y la sabiduría de Dios traída al mundo por Jesús, está presente en el mundo que le debe la existencia: Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.

A pesar de ello, la venida al mundo de la sabiduría y la luz de Dios no ha sido un fracaso, porque muchos la han acogido con generosidad, amor y gratitud. San Pablo, en la carta a los de Éfeso, elogia fervientemente la fe de aquella comunidad en Jesús, el Señor, y por su amor a todos los fieles. Como la de Éfeso, hay otra comunidades y muchas personas de antes, de ahora y de todos los tiempos, que han hecho, y hacen actualmente, una acogida firme y cordial del Señor Jesús y de su mensaje de amor y de salvación… De ellos dice San Pablo: No ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración.

La fe en Jesús es el primer paso, y los que la han acogido saben que han de progresar en el conocimiento de los dones espirituales y de la revelación, para llegar a conocer de verdad quién es él, y para que sea iluminada la mirada interior de nuestro corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.

Así, la vida interior de los fieles es concebida como un camino de crecimiento progresivo, donde la iluminación, por la presencia de Cristo en ellos, es cada vez más intensa y clara, a medida que el ojo interior se purifica por la renuncia al mal, el deseo de la verdad y la firmeza del amor universal. Las personas que se abren de esta manera a la verdad perciben más fácilmente y con mayor claridad la cercanía de Dios en el mundo y en sus vidas, al tiempo que su actitud ética y moral va mejorando espontáneamente con la superación de faltas y defectos y la adquisición de virtudes. Ocurre a estas personas como a la tierra bien dispuesta que, al calor del sol y el efecto beneficioso de las lluvias, produce abundancia de hortalizas y de frutas.