Hermanos muy amados, en el Señor:
Afortunadamente, solemos vivir mirando al futuro. Con preferencia, nuestra mirada interior se fija en aquello que esperamos, y pasamos sobre el presente de manera transitoria, aunque nos esforcemos para vivirlo intensamente. Veamos, si no: el niño se siente apremiado por el deseo de un rápido crecimiento y el prurito de llegar a ser un joven; el joven, al cabo de poco, suspira por la madurez, la estabilidad emocional, la independencia familiar, etc…; el enfermo, pendiente de un diagnóstico, suspira por conocer los resultados y se desvive en deseos de una pronta recuperación. Y así, cada uno de nosotros, en uno u otro aspecto, tiene su aliento pendiente de lo que más espera. Esta actitud, que es buena en sí, podría perjudicarnos, no obstante, si viviéramos una esperanza sin fundamento, basada únicamente en el instinto de conservación y supervivencia, como el caso del que cifra su esperanza en el azar.
Abraham, como hemos escuchado, también vivía cara al futuro fiándose de una promesa: que sería padre de una numerosa descendencia, a la cual le sería asignada una tierra en propiedad, fértil como un vergel y lugar seguro de felicidad. Abraham creyó en la promesa del Señor. El tiempo transcurría y la promesa tardaba en cumplirse, sin que por ello, Abraham decayera un ápice en su actitud de confianza incondicional. Entonces Dios tuvo en cuenta su fe para darle una justa recompensa; y, llegado el tiempo, hizo de la descendencia de Abraham un gran pueblo, su pueblo escogido, aquel tronco vigorosa de donde arranca la historia de la salvación.
En el caso de Jesús podríamos constatar una situación semejante, porque su mirada interior se mantuvo fija invariablemente en el futuro. Y era éste cumplir generosamente la misión por el Padre encomendada, con el fin de realizar la salvación de la humanidad, y volver después al seno de la gloria del Padre, de donde había salido al venir a este mundo.
Llegado al punto más conflictivo de su estancia terrenal, cuando se aproximaba la hora de su pasión y muerte, Jesús fue reconfortado por Dios mediante un acontecimiento misterioso: una experiencia mística; experiencia que fue el coronamiento de toda su vida de oración con que había estado siempre estrechamente unido al Padre. Efectivamente, en el monte Tabor Jesús fue transfigurado, transformado, revestido de gloria, reafirmado en la esperanza del triunfo final prometido a su obra. Habría de pasar todavía por la prueba suprema de la pasión y muerte, pero su destino era la resurrección.
De igual modo, nos es también a nosotros del todo necesario creer y confiar firmemente en la promesa del Señor para nuestro futuro, para que podamos sostenernos en el tiempo de la prueba, que es ahora: Creer y saber que nuestro destino final es de resurrección y de gloria, junto a Cristo Jesús, por oscura que nos parezca la noche que nos toque atravesar en el presente. La Cuaresma es figura de la prueba que pasamos en la vida presente, y la Pascua nos permitirá pregustar el estallido de gloria que esperamos. La transfiguración y la glorificación de Jesús son garantía suficiente y segura de nuestra esperanza.