Es Pascua, la más grande de las solemnidades litúrgicas. En la calle tal vez se da más fausto a la fiesta de Navidad, cuando celebramos el comienzo del camino terrenal de Jesús, por aquello de la ternura humana del Niño, pero, en la Liturgia, la Pascua tiene un privilegio evidente, por tratarse de la llegada a término, del éxito conseguido, del triunfo y la apoteosis de la misión de Jesús.
Hoy celebramos el paso de Jesús a su gloria divina a través de la persecución, la pasión y la muerte. Es lo que conocemos con el nombre de Misterio Pascual: la unidad indisoluble entre la vida, entregada con generosidad inaudita sin ahorrarse ningún sufrimiento, y la entrada triunfal a la gloria del Padre. Un misterio en el cual también nosotros y el mundo entero vivimos inmersos. ¡Cuánta pasión y muerte, a diario, en el mundo! Las noticias de estos días hablan de demasiadas muertes en carretera, por lo que, un gran número de familias de nuestra tierra, pasan su viernes de dolor, siendo hoy Pascua. En los hospitales muchas personas de todas las edades llevan la cruz de la enfermedad, y muchas familias, también en nuestro país, viven en la pobreza por falta de trabajo o por otras circunstancias; mientras que en el tercer mundo, son incontables las personas que suben hoy mismo su camino del calvario. Por estas y otras razones nos hace falta acompañar a Jesús en su resurrección y entender que él ha dado sentido y ha abierto una puerta de salida a unas situaciones tan dolorosas, haciéndose uno de nosotros y cargando como propias las tribulaciones de todos.
Una luz divina ha estallado en mitad de la tiniebla del dolor humano con la Resurrección de Cristo. Para nosotros es difícil creer y más todavía entender la resurrección. También los amigos de Jesús tuvieron dificultades, como hemos podido ver con María Magdalena quien, hallando el sepulcro abierto y vacío, ni siquiera sospechó que Jesús había resucitado, por más que él se lo había prometido formalmente. La resurrección de un muerto está fuera de nuestras categorías de pensamiento. De no ser así, ¿cómo sería posible que María no lo viese claro desde el primer momento?
Cuando Pedro y Juan llegaron al sepulcro, nos ha dicho el evangelio: Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Hoy, día de Pascua, ¿hemos entendido, hermanos, como Juan, que Jesús ha resucitado de entre los muertos? Aquí entender quiere decir creer. No significa verlo claro como una cosa lógica demostrada por la razón. No se trata de entender cómo ocurrió, sino de aceptar por la fe un acontecimiento inexplicable para nosotros, pero posible para el poder infinito de Dios. Creer y aceptar la resurrección de Jesús es nuestra salvación, porque así como por su vida, pasión y muerte Jesús ha hecho suyas todas las situaciones humanas; por su resurrección ha hecho nuestras su resurrección y su gloria. Aceptar la resurrección de Jesús significa entender nuestra vida como un todo que, pasando por circunstancias gratificantes y dolorosas, se abre a la resurrección y a la gloria con él. Entendiendo esto estaremos en condiciones de aceptar lo que San Pablo nos ha dicho en la carta de hoy: Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Abramos, hermanos, el ojo de la fe para que pueda decirse de nosotros: vió y creyó.