Amados hermanos, en el Señor:
Cada uno de nosotros siente en su intimidad aspiraciones profundas, como son: encontrar sentido satisfactorio al momento presente y, más todavía, al después de nuestra vida; vernos libres de tantas limitaciones que nos constriñen y de los aspectos negativos o dolorosos que nos hacen sufrir. No podemos renunciar a la necesidad de realizarnos plenamente y de ser felices. Al mismo tiempo presentimos que las promesas meramente humanas y temporales, como las ventajas de la técnica y la posesión de bienes materiales, no son la respuesta esperada a nuestra necesidad de plenitud si, además, no nos abrimos a la esperanza en Aquél que nos puede salvar.
En el marco de esta situación, no sé si hemos entendido suficientemente y hemos asimilado a fondo, que la Eucaristía de esta festividad es un signo real y vivo de la irrupción del Hijo de Dios en la historia de la humanidad y de su presencia indefectible entre nosotros para abrirnos camino a la verdadera libertad, iniciarnos en el Reino de Dios, saciar nuestra hambre de felicidad y colmar nuestra vida de sentido hasta la salvación.
La fiesta de hoy es la exaltación de la Cena del jueves santo, en que Jesús instituyó la forma sacramental para quedarse permanentemente con nosotros. Hoy podemos contemplar con más serenidad este misterio, por estar este momento libre de la carga emocional causada por la proximidad de la pasión y la muerte del Señor, aquella tarde del jueves. Hoy podemos entender mejor que la eucaristía es el sacramento de la presencia de Jesús resucitado, la permanencia de su acción salvadora entre nosotros; que es el memorial por medio del cual revivimos el misterio íntegro de Jesús: la vida, la muerte y la resurrección gloriosa.
En la Eucaristía no solamente revivimos y veneramos la presencia corporal de Jesús implicándose en la historia de la humanidad, sino también la totalidad de su misterio hecho presente para nuestra salvación. Podemos decir que toda la acción salvadora de Jesús se resume, se actualiza y se hace presente en este sacramento. Cuando celebramos la Eucaristía toda la acción salvadora de Jesús se pone en contacto activo con cada uno de nosotros con la eficacia que permiten nuestras disposiciones de fe, amor, esperanza y participación activa.
La Eucaristía es degustación y prenda del Reino de Dios, que Jesús anunció. Y, como el Reino de Dios, ahora, en esta vida, es tan solo simiente y promesa de lo que ha de ser en plenitud, mientras peregrinamos, la Eucaristía es pan para el caminante, fuerza para el exhausto, medicina para el enfermo, nutrición en la anemia, luz en la tiniebla y compañía en la soledad.
Si bien la Eucaristía nos es dada comunitariamente, también somos conocidos personalmente por Jesús y llamados cada uno de nosotros por nuestro propio nombre, como Pedro, Juan, Zaqueo, María Magdalena. Cada uno es invitado personalmente a comulgar con el cuerpo y la sangre del Señor. Comulgar significa participar de aquello que es común, compartir con sinceridad y generosidad. Comulgando, por consiguiente, participamos de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús y también de su vida con el Padre y el Espíritu Santo y, a la recíproca, ofrecemos al Señor nuestra vida con todas sus intenciones y deseos, sus goces y sus penas. Con un auténtico estado de comunión nos será fácil darnos cuenta de la presencia de Cristo en la comunidad y en cada uno de sus miembros, a cuyo interior Jesús va obrando misteriosamente el crecimiento del Reino y les impulsa a ser signos vivientes del Resucitado en medio del mundo.