Domingo XXXI del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados:

Quizás nos hayamos preguntado alguna vez: por qué Dios no se nos hace más asequible, por qué su presencia no resulta más evidente, por qué nuestras oraciones no reciben una respuesta más puntual y acorde con nuestras expectativas.

Recordemos lo escuchado hace unos momentos en la proclamación del Evangelio: Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico trataba de distinguir quién era Jesús. ¿Cómo sabemos que lo intentaba? Porque afrontando con decisión el ridículo que estaba dispuesto a representar, y haciendo caso omiso de las críticas y burlas que a sabiendas iba a suscitar, corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.

Zaqueo era rico y hombre de notable prestigio, cosa que no le impedía tener serias y eficaces inquietudes espirituales. Tenía necesidad de saber quién era aquel Jesús que anunciaba el reino de Dios, y estaba dispuesto a llevar a cabo cuanto fuera necesario, para iluminar el embrollo que llevaba dentro y compararlo con los rumores que le habían llegado, sobre la doctrina liberadora de aquel joven predicador de Galilea. Porque ser rico y tener prestigio no había sido suficiente hasta entonces para dar sentido a su vida. Conocía los escritos de los profetas, por los que estaba casi seguro que había algo más profundo por lo que valía la pena apostar.

La respuesta de Dios no se demora para los que buscan con sinceridad y fervor, ni se hizo esperar en el caso de Zaqueo: Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: ‘Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’. Jesús se le manifestó claramente, y en el interior de aquel inesperado anfitrión se hizo la luz. Entendió perfectamente el mensaje y se dispuso a cambiar radicalmente de vida: ‘Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Jesús le contestó: ‘Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abraham’.

Nuestra decepción, frecuentemente, proviene del hecho de pretender cosechar el fruto sin haber cultivado el árbol. Pretendemos que Dios se nos manifieste con más claridad, sin haber puesto el esfuerzo de buscarlo. Nos acostumbramos con excesiva facilidad a vivir la rutina diaria, procurando evitar toda inquietud y preocupación. Conocemos unos cuantos datos sobre Jesús -le conocemos por fuera- sin que nos planteemos la necesidad de una relación personal íntima con él por medio de la oración, la apertura del corazón y el deseo íntimo. La pereza y el apego excesivo a la comodidad nos impiden hacernos más preguntas y por lo tanto, también, a buscar con interés nuevas respuestas.

Y, mucho menos todavía estamos dispuestos a dar la mitad de lo que sea para tener derecho a las riquezas y compensaciones interiores que nos vendrían naturalmente de la intimidad con Jesús. Ni tan siquiera estamos dispuestos, probablemente, a modificar el ritmo de nuestra vida para escuchar y hacerle caso a Jesús, que nos dice: Baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.

Podríamos terminar diciendo que, quien nada busca, nada encontrará y que, a quien nada espera, nada nuevo le puede sobrevenir, puesto que, el futuro es de los que desean y esperan.