Amigos y hermanos míos, en el Señor:
La persona orgullosa padece una grave contradicción: por una parte se valora a si misma más que a nada y a nadie; se cree inteligente y fuerte, llevando siempre razón; al tiempo que menosprecia a los demás y subestima aquellas opiniones que no se avienen con las suyas; al mismo tiempo, suele mostrarse inquieto y agresivo porque se siente inseguro; mira a todos como adversarios y se le antoja que no le dan la razón por envidia, quedando en entredicho su personal prestigio. Es que ha puesto la esperanza en si mismo y no está seguro de su suficiencia. El humilde, por el contrario, pone su esperanza en Dios y confía tranquilamente en la colaboración de los demás. El justo vivirá por su fe, dice el profeta Abacuc.
En la actitud de alguna gente soberbia hallaríamos seguramente una de las causas profundas que conducen a comportamientos violentos, origen de tantos sufrimientos y calamidades personales y colectivos, como azotan a nuestro mundo día a día. Penalidades parecidas a las que cuenta el profeta, de su tiempo: ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?
Comprendemos que las situaciones violentas nunca se podrán resolver adecuadamente desde la sola represión. También prevemos con un fuerte sentimiento de impotencia que no serán suficientes los debates parlamentarios y las declaraciones condenatorias de los representantes del pueblo, ni tan siquiera las manifestaciones de protesta de las comunidades; porque la raíz del problema se encuentra en el corazón de las personas y en la orientación errada o justa que cada uno haya dado a su vida. Son oportunas aquí las palabras de San Pablo a Timoteo: Reaviva el don de Dios que recibiste(…); porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen sentido.(…)Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe y amor en Cristo Jesús.
La mayoría de nosotros -por no decir todos- hemos recibido el Espíritu de Jesús por la imposición de las manos en el Bautismo y la Confirmación. El tesoro que nos ha sido confiado es de gran valor y compensa infinitamente guardarlo, estando atentos al Espíritu Santo que vive en nosotros. La solución para rehacer el camino equivocado, seguido por nuestra sociedad decrépita que ha perdido su referencia a Dios y a la fuerza viva de la fe y el amor, confiando exclusivamente en si misma, no es otra que la vuelta a la fe y a la esperanza de la promesa: ayudados por el Espíritu, poner de nuevo a Dios en el horizonte de la vida individual y colectiva. En aquel tiempo, los apóstoles pidieron a Jesús: Auméntanos la fe. El Señor contestó: si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería.
Es éste, hermanos, el momento de preguntarnos por la firmeza de nuestra fe, es la hora de saber en quién o en qué confiamos para encontrar salida al mundo actual y a nuestra vida íntima. Si nos contentáramos con satisfacer nuestras necesidades corporales; si nuestra preocupación principal es la salud, el trabajo, la casa, el dinero, las vacaciones, nos conviene orar fervorosamente, diciendo: Auméntanos la fe. No olvidemos que nuestra fe se ha de expresar poniendo nuestro ideal y esfuerzo constante al servicio de un mundo mejor, para que se cumpla en nosotros y en todos el propósito salvador de Dios.