Domingo XXV del tiempo ordinario (C)

Amigos muy amados, en el Señor:

Todos tenemos noticia de que algunas personas eligen la riqueza material como el móvil principal de sus actividades e incluso de sus vidas: piensan continuamente en aquellos bienes, por ellos se preocupan y en ellos sueñan. La riqueza viene a ser para ellos un ídolo a cuyo altar sacrifican los valores humanos personales, la atención a la familia y, no pocas veces, la propia salud personal. A nivel social y sobre todo internacional algunos amasan inmensas fortunas, generalmente a costa de naciones enteras.

Las lecturas de hoy vienen a ser un alerta a nuestras conciencias para que aprendamos a situar los bienes temporales en el lugar correspondiente y sepamos hacer de ellos un uso inteligente. De entrada, el Evangelio nos advierte de la doble alternativa a este respecto: el punto de vista mundano y el de Jesús. Para el primero el uso inteligente del dinero es actuar sin escrúpulos y usar los medios que sea, sin discriminación alguna, con tal de amasar fortuna; como el administrador que malversó los bienes de su amo para asegurarse un futuro colmado. Pero aquellas son riquezas engañosas, ha dicho el Señor, que no sirven más que para hinchar la ilusión, porque no pueden añadir gran cosa a la felicidad del hombre, y sí causarle gran mal, pues le endurecen el corazón y lo tornan inepto para valorar y administrar los bienes de más valor, como son los espirituales y morales.

El punto de vista de Jesús es bien diferente. Sus seguidores, «los hijos de la luz» harán uso inteligente de sus bienes cifrando sus afanes para tener éxito en el Reino de Dios, para encontrar quién les reciba en su casa. Por lo cual lo ponen todo al servicio de Dios y de sus hijos necesitados, al servicio del Reino de Dios. Es necesario ser fiel en la administración de los bienes de poco valor para que os reciban en las moradas eternas, sin olvidar que el servicio de Dios pasa por sus hijos necesitados.

Podríamos resumir así las dos actitudes ante el dinero: para el mundo es prudente el que sabe acumular y retener dinero. Para Jesús aquel modo de hacer se llama servir al dinero, cuando lo prudente consistiría en servirnos de él. Con una sentencia final práctica y contundente: No podéis servir a Dios y al dinero.

El profeta Amos -como escuchábamos en la primera lectura- se encaró ásperamente a los servidores de las riquezas que exprimen a los pobres y despojan a los miserables, que cuentan las horas que faltan para abrir sus almacenes, que hacen trampa con la medida a la hora de servir y con la moneda a la hora de cobrar, que compran por dinero al pobre, y al mísero por un par de sandalias; y acaba diciendo: Jura el Señor por la gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones.

Y lo peor es que quien es infiel en los bienes de poco valor lo será también en los de más valor, los que llevamos dentro, los que Dios nos da para nuestra realización y felicidad: la fe, la esperanza, el amor, la acogida amorosa de Dios en nuestro corazón, la atención afectuosa a los demás. Si en la administración de nuestro dinero somos egoístas, nunca jamás acertaremos a abrirnos a las riquezas interiores. Hagamos nuestra la oración del salmo: Señor, levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de tu pueblo.