Domingo IV del tiempo ordinario (C)

Hermanos míos, en el Señor:

El fragmento del Evangelio de Lucas, que hemos escuchado, es continuación del que fue proclamado el domingo pasado. Hoy hemos visto el desenlace de aquella situación. Después de escuchar las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret, todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Entonces, añadió Jesús: hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír. (…) Os aseguro que ningún profeta es admirado en su tierra (…) Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, le empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba el pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

Jeremías anunciaba, en la primera lectura, que el profeta debe decir al pueblo, sin miedo, todo cuanto le ha ordenado el Señor; que su palabra no será siempre bien recibida; que le rechazarán y le perseguirán; pero, que, con la fuerza de Dios, el profeta será como una plaza fuerte, como una columna de hierro y una muralla de bronce; sin que puedan abatirle, porque el Señor estará con él para librarle.

De muchas maneras el mundo se opone a la palabra de Dios que llega a él por diferentes medios. En nuestro tiempo, se enfrenta a ella una oposición aparentemente civilizada, que evita la agresión física, que se atrinchera en nombre de una pretendida cultura laica al margen de todo concepto espiritual y trascendente, y al amparo de una soberanía personal del hombre, que se concibe a sí mismo como última referencia, y a título también de la libertad sin límites, como único altar del sacrificio. En este espectro cultural, quizá una mayoría, se propone rehusar toda sugerencia, toda norma de conducta, toda esperanza que viene del más allá. Algunas personas, a día de hoy, no quiere escuchar el mensaje de otro Dios que el de los fantásticos descubrimientos científicos, de sus máquinas y artilugios y de sus proyectos intra mundanos. En otras palabras: no quieren otro Dios que a sí mismos. En este marco cultural, los profetas que hablan en nombre de Dios no son bien vistos.

Por el contrario, nosotros, los creyentes, apostamos por el mundo sobrenatural, por la presencia del Dios único, supremo y eterno en el centro de la naturaleza y en el interior de nosotros mismos; apostamos por el Dios amor que conduce los hilos de la historia hacia su resolución triunfal y gloriosa al término de la vida individual y, al final de los tiempos, para toda la creación.

Con esta esperanza escatológica vivimos atentos a la voz de los profetas enviados por Dios, recogemos toda la riqueza de la tradición, y esperamos, exultantes, que se cumplan las promesas de Dios encarnadas en la persona de Jesucristo, Profeta supremo y salvador del mundo. Aceptamos que la doctrina recibida sea la garantía más segura de la paz y el bienestar en este mundo y de la trascendencia que esperamos para el venidero.