Domingo II del tiempo ordinario (C)

Amigos y hermanos:

Jesús había sido invitado a una boda, en Caná de Galilea. También había sido invitada María, su madre. Jesús y María, con una intensidad diferente, aproximan la presencia de Dios a dondequiera que estén, y, donde está Dios, allí hay amor, gracia, milagro; porque Dios es todo bien, toda verdad y toda riqueza. Cuando el sol despliega sus dorados rayos por el horizonte, el suelo que los recibe se ilumina y caldea y, bajo estos efectos, se reaviva la vegetación y se pone en movimiento la vida con el fin de producir su fruto. Cuando Dios se acerca amorosamente a una persona o a una comunidad, el bien, la paz y la felicidad crecen manifiestamente en los corazones, hasta entonces, quizás, dormidos.

Es, claramente, el proceso por cuyo advenimiento ora el profeta Isaías, cuando escribe: Por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor.

Cuando el Señor se acerca a su pueblo, las manifestaciones del Espíritu brotan en cada persona en forma de carismas diferentes: unos reciben el don de la fe; otros, el de dar salud a los enfermos; otros reciben el don de hacer milagros; a otros se les da el carisma de servir al prójimo necesitado; algunos reciben el don de entender la palabra de Dios y otros, el de explicarla fructíferamente.

Existe especialmente un medio, único por su eficacia, que Dios ha elegido para hacerse presente y cercano a los hombres y para comunicarse Íntimamente con ellos: la humanidad de Jesucristo. La obra de Dios alcanza el corazón del mundo por aquella santa humanidad y, secundariamente, por la presencia de María, la madre de Jesús. ¡No sabían bien los novios de Caná a quienes había invitado a su boda! Tal como se acostumbra, los debieron invitar por tener con ellos algún vínculo de parentesco o por amistad. En aquellos tiempos Jesús no había hecho todavía ningún milagro, y nadie conocía aún la importancia real de su persona.

Jesús aceptó la invitación porque estaba a favor de las relaciones y vínculos humanos cordiales y sinceros, y porque se sentiría cómodo con la bondad y las demás buenas disposiciones de la familia en cuestión. Así de naturalmente, Jesús, sin saberlo ellos, aproximó Dios a los anfitriones de tan entrañable fiesta, y hasta a los invitados sin excepción. Y se hizo el milagro por intercesión de su madre, María.

El relato del Evangelio de hoy es una llamada a nuestra atención para que nos aproximemos lo más posible a la humanidad de Jesús, interesándonos por conocer mejor a diario su trayectoria humana, amando con fervor de amigos su vida humana, escuchando su palabra humana. Luego de esto, podremos escuchar como dichas para nosotros aquellas palabras de Jesús al apóstol Felipe: Quien me ve a mi, Felipe, ve al Padre que me ha enviado. Entonces, viviendo en intimidad con él nos dará a conocer y sentir su condición divina y obrará en nosotros los milagros de conversión y santificación que sean necesarios.