Mis amados hermanos, en el Señor:
La festividad de hoy, que familiarmente conocemos como día de Reyes, es llamada en la Liturgia Epifanía del Señor, para dar a entender que aquel día Jesús se manifestó, o sea, se dio a conocer por unos personajes que representan pueblos y culturas diferentes, tal como lo narra bellamente la parábola del evangelio de Mateo. El relato viene a ser la presentación pública de Jesús como Mesías y Salvador de la humanidad, sin distinciones de pueblos ni de razas, pues convenía que el destino universal de la misión de Cristo quedase patente desde el primer momento, para desbaratar el prejuicio del pueblo hebreo, que esperaba su Mesías, con exclusión del resto de las naciones.
La bellísima parábola de San Mateo fue todavía adornada por la sabia tradición de los pueblos cristianos: unos personajes no israelitas, llegados de tierras lejanas y de razas diferentes, son llamados por Dios mediante un signo extraordinario (una estrella) hasta que, fieles a la llamada y superadas graves dificultades, llegan al encuentro del Salvador del mundo. El mensaje de la parábola es evidente: es necesario que todos los pueblos de la tierra conozcan el hecho y su significado. El hecho es: ha nacido un Niño diferente, extraordinario, de origen divino. Y éste es el significado: en este Niño se cumplen las promesas. Él es el Hijo de Dios, y su misión, la de salvar a toda la humanidad, desde el principio de los tiempos hasta su fin.
La disposición de los acontecimientos que narra la parábola, los personajes y el lenguaje empleado, están en la línea de una verdadera teología mística: es Dios quien envía la estrella y quien mueve los hilos de la historia, sirviéndose de acontecimientos y de personas, para llegar a la conclusión que se propone: que todos conozcan la salvación que él ha dispuesto para todos los pueblos. De este modo entendemos que sea un mensaje verdaderamente actual para todos los tiempos de la historia. Es, pues, un mensaje para nosotros, los humanos del 2004; y esta parábola se hace realidad para mí, ahora, si me hallo abierto a la Verdad que se me manifiesta.
La presencia de Dios en nuestra vida es la gloria del Señor que amanece sobre ti, que ilumina nuestro ser por otra vía que no es la experiencia sensible o el conocimiento intelectual. Dios es absolutamente inabarcable por las vías normales del conocimiento humano. Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora, como hemos leído en el profeta Isaías.
Dios se revela, se da a conocer a quien quiere y cuando quiere, pero quizás sea lícito afirmar que nuestro deseo provoca su querer; pensamiento que debería movernos a cultivar con determinación y afecto un profundo deseo, una sed insaciable de la iluminación de Dios y de su presencia en nuestra vida.
Hemos leído que escribía San Pablo a los efesios: …Se me dio a conocer por revelación el misterio, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas. Deseemos y oremos, hermanos, para que nos sea revelado el misterio de Cristo y de nuestra salvación por él.