Dejaron de verle y quedaron desorientados y en profunda añoranza, acostumbrados como estaban a su presencia y al soporte incondicional y eficaz de su amado Maestro. Ahora, ellos solos, ¿cómo podrían llevar a buen término el mandamiento que les acababa de dar Jesús? Les había dicho: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará«. Era una empresa que sobrepasaba con creces las fuerzas individuales y de todo el grupo.
Pero ellos recuerdan que en otra ocasión les había dicho: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin de los tiempos«. Era evidente, en consecuencia, que comenzaban nuevos tiempos. Había llegado a su fin el tiempo de la presencia y comenzaba el de la fe. Era ahora el momento en que, acabada la misión de Jesús, el Espíritu Santo obraría secretamente desde dentro, convocando y santificando a la comunidad y a cada persona desde lo más profundo de su corazón.
Lo que ha acontecido después demuestra claramente la verdad de la promesa de Jesús:»yo estaré con vosotros siempre«. El Espíritu Santo habita ahora, como siempre sucedió, en medio de la humanidad entera de forma silenciosa y secreta, ciertamente, pero eficazmente presente en la comunidad de los creyentes y en la conciencia de cada miembro que permanece despierto en la fe.
Gracias a aquella presencia la Iglesia ha sobrevivido durante veinte siglos, a veces embestida por persecuciones externas, a veces agitada por crisis internas, sin que jamás haya perdido su norte; como navío que atraviesa el océano agitado por la tormenta o sobresaltado por la rebelión de sus tripulantes, nunca ha dejado de seguir el rumbo hacia su destino. En nuestros tiempos, por ejemplo, cuando la Iglesia de nuestro viejo mundo da señales de cansancio y atrofia, surge con aires juveniles entre muchos pueblos nuevos.
Los seguidores de Jesús nos encontramos ahora en las mismas condiciones de los Apóstoles después de la Ascensión. Sabemos en quien hemos confiados y creemos firmemente en él. Nos alegramos de su partida porque el Reino de Dios no es de este mundo. Ahora es tiempo de tirar la simiente y esperar la cosecha, ahora ponemos las condiciones y creemos que la plenitud llegará como le llegó a Jesús. No esperamos milagros ni acontecimientos extraordinarios, puesto que el gran milagro, el acontecimiento sublime es nuestra conversión diaria, por la que intentamos ascender de bien a mejor buscando los valores más altos para nuestra vida, preparándonos así para el día esperado en que Dios no acogerá en su Reino ya consumado.