Hermanos amados en el Señor:
Las lectura escuchadas en esta celebración litúrgica nos presentaban a un Jesús enteramente humano, capaz de someterse a la opresión de los poderosos y de aceptar las más injustas humillaciones: sencillo, sufrido, abandonado, perseguido, juzgado injustamente, ejecutado, como lo han sido tantos otros en la historia de la humanidad. Su máxima postración tuvo lugar seguramente al sentirse abandonado por Dios, como lo expresó él mismo con resignada queja, usando palabras del salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
El sufrimiento y el abandono tienen su razón de ser, expresada en la oración del mismo Jesús en el huerto: Padre mío, si es posible que pase y se aleje de mi este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Es la obediencia necesaria para abandonar nuestro egocentrismo, acercarnos a Dios y dejarle lugar en nuestro corazón. Se trata de morir al estilo de vida centrado en nosotros mismos para abrirnos a la verdadera vida que viene de Dios. En verdad, la muerte que Dios permite para Jesús como también para nosotros, es para una vida mejor, la vida verdadera para la que hemos nacido, porque Dios no es Dios de muerte sino de vida.
En Jesús la vida verdadera y espléndida florece después de la muerte por la resurrección. En nosotros , la vida verdadera comienza a germinar cuando aprendemos a dar un valor relativo a la vida presente, a compartirla y a darla enteramente si es preciso, por amor, conforme a las palabras del mismo Jesús: Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi, la encontrará.
Dar nuestra vida, en el presente, significa no aferrarse a la misma como si ella y todo cuanto nos puede ofrecer fuera el máximo valor posible; como si se tratara del tesoro que hemos de guardar y defender. Empezamos a dar nuestra vida cuando aceptamos sin amargura que es temporal y efímera como la flor de primavera, al tiempo que paso ineludible para el fruto otoñal.
Dar la vida es fijar nuestra mirada interior y el íntimo deseo en el misterio de Dios; es salir de nuestro narcisismo agobiante y empezar a amar aquello que hemos sido llamados a ser en plenitud, cuando se cumpla la escena final de nuestro peregrinaje. Dar la vida es compartirla, a semejanza de Jesús, con nuestro prójimo, ponerla a disposición de quien la necesite para algo, como quien abre la verja del jardín para que los transeúntes puedan gozar de su belleza floral.
La solemnidad que estamos celebrando nos puede ayudar eficazmente para comprender, desear y poner en marcha una más estrecha comunión con Jesús, compartiendo su estilo de vida que, puesta al servicio de los hombres y por un inmenso amor al Padre, caminó directamente por el estrecho sendero de la pasión y la muerte hacia su resurrección gloriosa.
El domingo de Ramos, saboreó Jesús por breve tiempo el triunfo y la gloria, pero no se dejó seducir por ellos. La gloria verdadera vendría después. Fue aclamado como descendiente de David y rey, como el que venía en el nombre del Señor, pero él no se inmutó porque sabía que su reino no era de este mundo.
Felices nosotros si llegamos al convencimiento profundo y serenamente gozoso de que nuestra verdadera vida y la perfecta felicidad que deseamos y necesitamos, tampoco son de este mundo.