Domingo XXIV del tiempo ordinario (B)

Amigos y hermanos en el Señor:

Los profetas eran, antes que otra cosa alguna, hombres de fe expresada a fondo en la vida diaria, que transcurría a la presencia de Dios como las aguas de un río bajo la luz del sol. Su alma vivía siempre atenta a la voz interior del Señor, que les hablaba al oído, y ellos no se resistían ni se echaban atrás.

Su relación con Dios en la oración, por fe, esperanza y amor, les fortalecía y los hacía capaces de llevar una vida coherente; por lo que no huían de las dificultades, no tenían complejos ante la gente que les observaba, ni se echaban atrás por las críticas o las persecuciones, pues tenían clara conciencia que era Dios quien debía proclamar su inocencia. La sabiduría de los profetas es admirable y conmovedora así como la fidelidad y fortaleza con que viven la libertad de hijos de Dios; razones por las cuales los profetas son llamados siervos de Jahvé.

Pero, entre todos los siervos de Jahvé, ninguno es tan fiel, tan valeroso y libre como Jesús, reconocido como el Gran Siervo de Dios. Él, más que ninguno tiene clarividencia absoluta de la presencia del Padre en su vida y de todo lo que le espera en cumplimiento de su misión. Jesús lo acepta todo desde el fondo de su ser y, con palabras claras, anuncia a los apóstoles los sufrimientos que le son reservados.

Los apóstoles, todavía no formados suficientemente, descubren que es el Mesías, pero no entienden ni aceptan que tenga que ser perseguido y abatido por el sufrimiento. Han dado el primer paso, el de la fe, pero no están preparados a dar el segundo: la fidelidad a la fe hasta la persecución y el sufrimiento, cuando sea necesario. Jesús los instruye para que estén preparados, ellos también, a ser fieles hasta el sufrimiento, cuando llegue la hora de la verdad; y les dice: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Despacio y con fatiga, los apóstoles irán entendiendo estas exigencias y serán capaces de acompañar al Siervo de Jahvé hasta la persecución, el sufrimiento y la muerte.

Hermanos: nosotros, cristianos convencidos y fieles a nuestra fe, deberemos aprender también lo que nos ha dicho Santiago en la carta de hoy: ¿De qué le servirá a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?

Por ende no podemos estar tranquilos y satisfechos pensando que tenemos fe, que creemos en Dios, si después no nos atrevimos a confesarlo, si vivimos a escondidas nuestra fe o si, cuando queremos hacer alguna práctica religiosa, vamos a donde no nos conocen; si cuando alguien hace su profesión de agnosticismo o incredulidad en nuestra presencia, callamos como cobardes y no nos atrevemos a hacer nuestra confesión de fe. Tampoco nos podemos contentar pensando que creemos, si a penas tenemos relación con Dios excepto cuando nos hallamos en grandes apuros, si no celebramos con la comunidad aquella fe que decimos tener.

¿De qué nos serviría decir que tenemos fe si no lo demostramos con las obras, si, cuando se trata de superar una dificultad, de ofrecer una ayuda o de compartir nuestros bienes buscásemos una excusa para evadirnos?