Amados hermanos y amigos:
Estamos rodeados de maravillas, vivimos sumergidos en el misterio, participando plenamente de él. Lo comprobaremos, si observamos contemplativamente nuestro entorno: A su debido tiempo, la naturaleza despierta del letargo invernal: El hombre duerme de noche y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. El reino animal, con variadísimas especies de todos los tamaños y numerosísimos individuos juguetones, puebla la tierra y todo lo llena de vida. El hombre, además, progresa en sus conocimientos y adorna el mundo visible con una magnífica aureola de espiritualidad. Todo ello se produce por la presencia de una fuerza invisible que el laicismo moderno denomina milagro de la naturaleza y que, para nosotros, es un milagro de Dios.
Jesús nos enseña que al Reino de Dios le pasa de manera semejante: Es como un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña. Es la presencia de Dios en nuestro espíritu, que existe verdaderamente aunque de manera casi imperceptible; es su amor y su fuerza que va creciendo en nosotros aunque no nos demos cuenta de ello, de día y de noche, mientras el hombre duerme o está despierto.
Ante este grande y silencioso misterio, nuestra mejor disposición es la quietud humilde y el deseo constante de recibir -como lo hace la tierra con la semilla- para que Dios pueda plantar su palabra, que es la semilla del Reino. Después, la simiente va creciendo con la gracia del cielo y con nuestra insignificante aportación, hasta dar frutos de plenitud. Es en estas condiciones que: los justos crecerán como las palmeras, se harán grandes como los cedros del Líbano (…) darán frutos todavía en su vejez, continuarán llenos de lozanía y de vigor.
Sentiremos la tentación de pensar que somos nosotros con nuestro esfuerzo, quienes obramos el crecimiento, porque nos creemos importantes y capaces de grandes cosas. Tendimos al orgullo de tenernos por árboles altos, robustos y autosuficientes. Pero, oíd que nos dice el Señor por boca del profeta Ezequiel: Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos. Yo, el Señor, lo he hecho y lo haré.
En la vida presente nuestra capacidad es muy limitada: Mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Ésta es nuestra mayor fuerza y posibilidad actual: creer y esperar, desear vivir con el Señor y no ambicionar otra cosa que, en desierto y en patria, esforzarnos en agradarle.