Domingo IV de Adviento (B)

Amigos queridos en el Señor:

En vísperas de la Navidad, el evangelio nos ha recordado la sencilla e impresionante escena de Nazaret, cuando el arcángel Gabriel, mensajero de Dios, sorprende a la joven y humilde María para anunciarle los designios de Dios sobre ella, como madre del Mesías prometido, y recabar su consentimiento. A pesar de la pobreza del escenario y de la pequeñez del personaje protagonista, es, quizás, la escena más trascendental de toda la historia de la humanidad.

Fijémonos en María. persona interiormente libre a causa de su pobreza y humildad. Según ella piensa, nada tiene que perder y su persona es insignificante a los ojos de Dios. Su espíritu vive desnudo de todo interés y libre de toda pretensión. Confiada a las manos de Dios sin condiciones, no tiene otra ambición que la de amar a Dios, mientras espera la llegada del Mesías prometido, preparada y disponible para recibir cualquier favor del Altísimo. Por eso se fijó en ella el Señor y la eligió.

Miremos ahora a nuestro interior. ¿Cuáles son nuestras disposiciones, mientras esperamos la venida del Señor? Podríamos dejarnos engañar por las apariencias, la superficialidad o el folklore. Podríamos dedicarnos a preparar la Navidad instalando y adornando el árbol y componiendo el belén. Podríamos fomentar nuestra vanidad escribiendo felicitaciones e intercambiándonos regalos o cediendo a la tentación del consumismo, comprando cosas inútiles.

Caemos demasiado fácilmente, sin darnos cuenta, en el error de preparar la Navidad sin prepararnos para la Navidad, cuando lo más importante y provechoso para nosotros y para la comunidad, consiste en preparar amorosamente nuestro interior y sus disposiciones, creando en nuestro corazón un clima de sencillez y de silencio. Sería fabuloso aparcar el desasosiego ordinario para escuchar la voz interior, para aprender a esperar y disponernos a recibir, renunciando humildemente a conseguirlo todo con nuestro esfuerzo.

La venida del Mesías es un regalo de Dios, no un mérito de nadie, ni tan siquiera de María. Los bienes personales que hemos de recibir del Señor han de ser, igualmente, un don gratuito. Cada paso que damos en el acercamiento personal a Dios nos es dado gratuitamente. Nada podemos merecer. Tan solo nos podemos preparar a recibir.

Para nuestro mal, el estilo de obrar que nos atrae es el contrario. Es decir: nos gusta más programar y llevar a cabo actividades, que no acoger y recibir lo que nos es ofrecido. Queremos hacer cosas para Dios -para su gloria- y ponemos resistencia a sus dones, porque pensamos que Dios se parece a nosotros, que no solemos dar algo a nadie, a no ser que lo tenga merecido.

Pero Dios es el único lleno de sabiduría y generosidad. Dios es AMOR. Nosotros no entendemos bien todavía qué es el amor. Hemos de aprender aún, que AMOR es dar y darse, sin nada a cambio.